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EL TESORO DE PAPEL

El abuelo era un hombre alto, enjuto y silencioso, por lo menos para mí que escasamente intercambié un par de frases futbolísticas con él, cuando mi mamá le encomendaba llevarnos a la barbería para el habitual corte de pelo antes del inicio de clases. Y partía con nosotros en el más estricto silencio. Tras el cordial saludo hacia el barbero, mi hermano se sentaba en la única silla frente al espejo y la afilada navaja comenzaba a rozarle el cuello cabelludo y el sueño del pelo largo se esfumaba con los mechones que caían al suelo y que serían barridos junto a los míos.
En espera de que al abuelo le rasuraran la escasa barba y dibujaran el pequeño bigote bajo su nariz, leíamos el “Condorito” que sacábamos de la pila de revistas que había junto a aquel largo sillón donde aguardábamos, luego cogía la revista siguiente y un montón de mujeres me mostraba sus voluptuosos pechos o sus nalgas enmarcadas en pequeños encajes, gritándome: ¡tómame, tómame!; ese día mis manos descubridoras despegaron con gran cuidado las páginas centrales en donde aquella mujer posaba para mí, mientras mis ojos de niño de nueve años vigilaban los movimientos del abuelo, que conversaba pausadamente con el señor barbero, sin desviar la mirada hacia nosotros.
La tarde nos devolvía humillados y orejones. El abuelo caminó en silencio hasta la puerta de la casa y sin despegar los labios, metió su mano en el bolsillo donde había guardo mi tesoro de papel, lo sacó y golpeó a la puerta, devolviéndonos a mi mamá con mi rostro desfigurado de susto y una sonrisa burlona instalada en la cara de mi hermano.
Nunca volví a saber de aquellas paginas centrales que el abuelo había recogido de mi bolsillo, ni me atreví a preguntar por ellas; pero desde entonces comencé a recibir para mi cumpleaños una barra de chocolates chica, en vez de la grande que daba a cada uno de sus nietos y el billete que la acompañaba para que compráramos nuestros propios regalos, nunca más llegó.
Siempre pensé que aquella mujer morena, de pechos grandes y pezones negritos era la culpable del distanciamiento del abuelo, pero cuando en su funeral conté mi hazaña de niño; el tío gran conocedor de su padre, me dijo:
- Es que robar es pecado.
Datos del Cuento
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