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EL DEMONIO REFLEJADO EN EL ESPEJO

A veces, cuando Emma Wattles, la no-muerta, se cepillaba el largo cabello negro frente al gran espejo situado en el interior de su dormitorio, sentía como si se desdoblara.

Las velas del antiguo candelabro emitían una tenue luz, y sus pequeñas llamas parecían parpadear, como si una ligera brisa las hiciese vibrar y estremecerse. Pero no se apagaban.

Entonces, invariablemente, un intenso hedor proveniente de las eternas llamas del infierno, se extendía por la habitación, y un monstruoso demonio aparecía detrás de ella, reflejado en el brillante cristal del espejo.

Emma se inquietó y asustó la primera vez que lo vió, más por la inesperada y desagradable sorpresa que por otra causa; no en vano ella misma era una vampira, una criatura de la noche surgida de ultratumba.

Al instante comprendió que aquel espejo reflejaba las dos entidades que ahora convivían dentro en su cuerpo.

Era inevitable. Ella ya no se encontraba entre los vivos; por lo menos de una forma natural. Había sido asesinada casi un año antes de un tiro en la cabeza.

Cuando su espectral figura pidió a su fiel y querida hermana que encontrase a alguna persona experta en las artes oscuras, para que consiguiese de forma sobrenatural devolverle la vida a su maltrecho y joven cuerpo, sabía a lo que se arriesgaba; aunque en esos precisos instantes no quiese reconocérselo a sí misma.

Pero Astharot, Satanás, Belcebú, y todos los demás demonios del oscuro y tenebroso abismo eran seres traicioneros, siempre a la búsqueda de nuevas víctimas de sus dolorosos engaños y taimados pactos. Una vez que tomaban contacto con un alma demasiado cándida e ingenua, o desorientada y descarriada, no querían dejar escapar su presa.

Muchas veces se había planteado su extraña situación; sin hallar solución alguna a sus pesares.

Buscar la venganza después de muerta, había sido su perdición. Otro tanto le había ocurrido a John Wright, su actual compañero, otro vampiro como ella.

La imagen del diablo reflejada en el espejo detrás de ella, desapareció, y con ella el intenso y nauseabundo hedor a azufre y a cuerpos en descomposición.

No siempre que se situaba frente al espejo para peinar sus largos, lacios, y brillantes cabellos negros como el ala de un cuervo, o para pintarse los ojos, o los gordezuelos y sensuales labios, veía al demonio.

No, tan sólo en contadas ocasiones había sucedido, sin que supiera a qué causa atribuirlo; como no fuera debido a un lúgubre capricho de Belcebú, que quizás quería recordarle que aún seguía con ella, y que tal vez nunca la abandonaría.

Decidió no preocuparse por ello, y entonces le vino a su mente torturada por el dolor, la imagen de su hijo adolescente, al que no había vuelto a ver desde que había escapado del encierro de su sombría tumba, situada en el interior del lóbrego panteón familiar.

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