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Categoría: Urbanos

EL ANONIMO

Paseando por la avenida principal del pueblo, transité bastante cerca de un restaurante que olía a comida recalentada, pero, tenía tanta hambre que me detuve a mirar los precios, es que, hacía mucho que no trabajaba y en cada lugar al cual pedía trabajo, me repetían lo mismo: "Vacantes agotadas". Saqué todas las monedas que tenía en mi saco, y sí, sí me cubría para un menú y una botella de vino de casa, lo malo era que no me alcanzaba para pagar un cuarto en donde dormir. Era una situación muy difícil... O dormía sobre una cama pero con el estomago vacío, o dormía en la calle con el estomago lleno... El olor de la comida recalentada empujó la balanza, y entré al restaurante.

Ya era de noche en aquella ciudad. Yo tenía poco más de un mes y ya estaba desanimado en realizar mi vida de escritor en aquel pueblo. Podía escribir pero no podía comer de mi arte. Diariamente mandaba mis cuentos al periódico del pueblo, pero siempre eran rechazados. Insistí e insistí pero el impulso se me estaba ahogando en el mar de la pesadumbre y el hambre. Y bueno, el plato que me sirvieron fue bueno; quizás lo aprecié así por el hambre que devoraba mis intestinos, pero el vino fue agradable... Cuando ya estaban cerrando le pedí a la dueña del local si podía ayudarla en su restaurante en lo que fuera, que yo tan solo necesitaba un lugar para dormir y comer, nada mas... La señora, que era una italiana seca de más de setenta años me miró como si yo fuera una cucaracha y me dijo lo mismo de siempre: no había vacantes.

Salí a la calle y busqué una banca en el parque para poder dormitar, pero tuve mala suerte pues los municipales no dejaban que nadie se acostara sobre las bancas del bosque. El clima se ponía terrible y comencé a pensar que mejor hubiera sido no comer cuando no lejos de donde estaba vi que de los rincones más oscuros de las calles brotaban como sombras, o esos humos que salen de una inmensa cacerola, unos oscuros personajes que arrastraban una inmensa alfombra, o algo por el estilo. Me acerqué a todo el grupo y vi que eran como veinte vagos y mendigos remolcando una vieja lona de color verde, llevándosela hacia las afueras de la ciudad. Cuando llegaron a un lugar descampado la extendieron como si fuera la alfombra redonda de una sala, prendieron una fogata hecha con ramas secas, y luego, lentamente cada uno de ellos se fue colocando debajo como si fuera una cama redonda... Los vi tan hermanados, tan plácidos que les pedí si podía dormir junto a ellos. Asintieron de muy buena gana diciéndome que donde alcanzan veinte, alcanzan veintiuno. Y allí la pasé echado junto al lado de este grupo de gente que a cada momento se hacía más y más grande. Al final creo que fueron como cuarenta, no lo recuerdo bien pues la luna que nos alumbraba parecía estarnos confesando bellos y silenciosos secretos, como si estuviéramos en sus brazos, hasta dejarnos dormidos como niños de pecho...

Cuando desperté aún no amanecía pero ya todos estaban enroscando aquella lona, o cama del pueblo, para luego, llevársela hasta la noche… Me levanté y fui junto a ellos hacia un lugar en donde pudiera lavarme la cara y los brazos. Les agradecí a todos los mendigos, y luego, me dispuse a seguir buscando un trabajo. No recuerdo cuantas puertas toqué aquel día, pero fueron suficientes, para darme cuenta que estaba perdiendo mi tiempo. Fueron tantas puertas cerradas que me dieron mareos y escalofríos. En aquel instante, sentí que debía volver a mi pueblo natal, derrotado, humillado, sin nada, sin un centavo... pero, no sé por qué, en aquel dolor, melancolía sentí que algo diferente debía hacer… Me limpié las lágrimas, y antes de seguir dando un solo paso mas, me senté en el suelo y me puse a escribir acerca de todo lo que me había pasado en estos últimos tiempos, el hambre, la dureza de las personas, el frío, la luna, los mendigos, mis sueños… Todo eso escribí y cuando lo terminé fui a buscar a cualquier persona que quisiera comprar mi escrito, mi arte. En una esquina de la plaza, sentado en una banca, vi a un señor que le estaban lustrando sus zapatos, me le acerqué y le pedí con toda la firmeza que podía si deseaba comprarme mi texto... El señor me miró con ojos sorprendidos, y me dijo: “¿Cuanto?”

Así fue como me volví un narrador urbano en aquel pueblo, y no tan solo eso escribía sino que muchas personas se me acercaban para que les haga una carta de cualquier tipo, como si yo fuera un tinterillo. Mi centro de trabajo fue la plaza y la entrada de la plaza municipal, también iba al cementerio, y les ofrecía textos en donde yo declamaba los versos de despedida para aquel familiar que se iba al mas allá… Pero siempre vendía mis poemas y cuentos a los colegios del pueblo. Por gran suerte me nombraron profesor del curso de literatura, en el colegio primario, pero nunca dejé los otros servicios que mas lo hacía por el gusto de servir que por la plata que ganaba. Lo que nunca dejé fue el de dormir junto a todos los vagos y mendigos, y no lo hacía por pena ni costumbre sino porque de ellos salía toda mi inspiración, sobre todo cuando les escuchaba contar sus desgraciadas historias…

El tiempo pasó y con gran suerte puede conseguir una casa en donde durmieran todos los seres desposeídos, y enfermos que pude obtener al conversar con un viejo adinerado que tenía una casa abandonada… Fue aquel señor quien me impulsó a escribir mi novela que después de cinco años pude terminarla… Ya estaba para mandarla a un concurso pero algo en mi interior me dijo que no lo hiciera. Aún así lo mandé bajo el nombre de: Anónimo.

No supe si mi novela ganó o perdió, pero lo bello fue que todo el pueblo juntó un dinero y pudimos editar nuestra obra, que no era mía, sino de todo este pueblo ignorado y sin nombre…



Surquillo, enero del 2005.
Datos del Cuento
  • Autor: joe
  • Código: 13174
  • Fecha: 29-01-2005
  • Categoría: Urbanos
  • Media: 5.01
  • Votos: 75
  • Envios: 2
  • Lecturas: 1975
  • Valoración:
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