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De soledad era su pena

El asombro llana mis ojos de una cascada de miedos viejos, de aquellos miedos que acunaron mis sueños de niña, cuando un viejo retorcido como cepa de parra, me llama con voz de quejumbre:

-¡Pily! ¡Pily!

¿De qué me conocía aquel individuo? -Me dije- ¡No esperará semejante loco que me acerque!

Con más miedo que aliento, corro a casa. Pregunto a mamá:

-¿Quién es el anciano que vive en La Cueva de los Monjes?

Mamá se persigna y luego me riñe por malgastar el tiempo vagabundeando. Pero, no me aclara nada sobre el viejo. Pregunto a la abuela, ella me mira con ojos aterrorizados y sin contestar palabra enciende una vela a la virgen del Carmen y otra al Cristo del Gran Poder. Esperé a la cena y digo a papá:

-¿Quién es el anciano que vive en la montaña...?

Me responde con un cachete, añadido de la advertencia de un mayor castigo, si en el futuro me alejaba tanto de casa.

La Chacha que fregoteaba en el lavadero, me contestó:
-¡Cuidado, hijo, son montañas de signos, oscuros...

Como la curiosidad es cabezona, pienso aclarar el misterio que rodea al viejo, por mi misma. Al día siguiente me adentro en el bosque..., pronto el anciano me sale al paso y cogiéndome de la mano, por sorpresa, me arrastra por caminos de carboneros y laderas de mareantes precipicios, hasta La Cueva de los Monjes.
Me ofrece pestiños y un vaso de leche, que no tomo por precaución. Sin apartar sus ojillos, duros como la carriona de los míos, dice:

-Los habitantes del Valle, me odian hasta la muerte y me temen más allá; el cura ha exortizado el camino para que no pueda bajar al pueblo. Te agradezco la visita, mi querida Piluca, de corazón, porque de soledad es mi pena.

-¿Cómo sabe mi nombre?
-Vivo en un mundo donde se escribe en el alma el nombre de los niños valientes y amables.
-Qué edad tiene, se le ve arrugadisimo.
-Docientos años o más... -responde sin pestañear.

Como sus explicaciones me parecen, más bien, fantasías, nada dañino veo en ello, y por eso le prometo volver. Así lo hago una vez, otra y otra. Un día llegué y encontré a mi amigo muerto. No respiraba y sus brazos y piernas colgaban tiesos fuera del varandar del camastro. Entro a casa critando que el viejo de la montaña está muerto. Corre la noticia, como dicha por altavoces en el decierto.

Todo el pueblo se allega hasta la cueva, después de comprovar que está difunto y bien difunto, respiran como satisfechos.

Mi padre, compra por cuatro céntimos un ataúl recuperado de una hedentina, y el carpintero Antón, lo arregla con unas cuantas tablas y dos manos de nogalina.

A instancias del señor cura, se le hace velatorio. Las mujeres se entretienen contando casos de magia negra, atribuidas al viejo, sentadas en corrillo al rededor del catafalco. El muerto, era el único alumbrado, directamente, por los cuatro cirios de rigor, el resto de la habitación estaba sumida en una semipenumbra, agorera de apariciones.

Para pánico de todos, al tañido de las doce campanadas en la iglesia de Santa Inés, el viejo se sienta en la caja y lanza un alarido estridente, seguido de locas risotadas, mientras miraba a los presentes con la empeluca erizada y el rostro alborotado de ira.
Fuchinan, las mujerucas, ladera abajo, perseguidas por la risa, relampago, del "difunto".
Quedo sólo, intentando apaciguar el miedo, acurrucado en un rincon de la pieza.

-¿Por qué me has metido en un ataúl? -Pregunta, sonriente.
-Porque está muerto..., estaba muerto -contesto, con el alma encojida de espanto.
-Muerto de soledad... ¡Traéme sopa de tu casa! ¡Ah! ¡Invita a tus vecinos...! En la despensa hay café, ron, leche y bollos de azucar y canela...

Tropezando con mi sombra entró en la cocina; agarro una olla repleta de cocido andaluz, sujetándola firmemente por las asas y con un pan bajo el brazo, vuelo más que corro hasta la cueva.

Las mujeres, testigos del milagro, aceptaron la invitación y volvieron acompañadas de sus hombres y seguidas por el Valle en pleno, animados por la curiosidad de ver comer a un resucitado.

El viejo, después de rebañar hasta la última gota del caldo con el último regojo de pan, y trituradas las ternillas de los huesos con su único diente; mira, con placidez, al rostro uno por uno de sus invitados. Riendo socarron, se estira dentro de la caja, tapandose la cabeza con un pico del sudario, y dice con acento complacido:

-Ahora, hecho el resopón en vuestra compañia, podeis enterrarme.

Esta vez, el medico del pueblo, acompañado por un forense de la ciudad, certifican su óbito sin dejar lugar a dudas.

Entre todos los habitantes del Valle, le compran un ataúl de estreno y diez coronas de rosas rojas y diez de lirios blancos. El señor cura, lee un sentido responso a pie de tumba.

Atenciones, pieso yo, que por tardías poco provecho debieron dar al viejo y slolitario brujo, con docientos años de vida, o más.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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