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Cuento del cocinero

Una vez vivía un aprendiz en nuestra ciudad que trabajaba en un comercio de comestibles. Era más alegre que un jilguero suelto por el bosque. Era un muchachote guapo, pero algo bajito, muy moreno y llevaba su pelo negro elegantemente peinado.

Bailaba tan bien y tan animadamente, que le apodaban Jaranero Perkin. Toda chica que se juntaba a él tenía suerte, pues él estaba lleno de amor y lascivia como una colmena de miel.

Bailaba y cantaba en todas las bodas y le tenía más afición a la taberna que a la tienda, pues siempre que había una procesión por Cheapside salía disparado de la tienda tras ella y no regresaba hasta que había bailado lo suyo y había visto todo lo que había que ver. Alrededor suyo reunió a una banda de tipos como él, para bailar, cantar y divertirse. Se reunía en una calle o en otra para jugar a los dados; pues no había ningún aprendiz en la ciudad que echase los dados mejor que Perkin. Además, de hurtadillas, era un derrochador. Esto lo descubrió su amo a sus expensas, pues muchas veces se encontró con el cajón del dinero vacío. Podéis estar seguros de que cuando un aprendiz lo pasa tan bien echando los dados, jugando y con mujeres, es el dueño de la tienda el que lo paga con sus caudales, aunque no comparta el jolgorio.

Aunque el aprendiz sepa tocar el violín y la guitarra, sus juergas y juego los paga el robo. Pues, como podéis ver, la honradez y la buena vida siempre andan disociados, cuando se trata de gente pobre.

Aunque le regañaban noche y día y algunas veces era llevado a bombo y platillo a la cárcel de Newgate, el alegre aprendiz permaneció con su dueño hasta que casi terminó su aprendizaje. Pero un día, el dueño, revisando su contrato de aprendizaje, se acordó del proverbio que reza: «Más vale arrojar la manzana podrida que dejarla que pudra a las demás.» Lo mismo ocurre con el criado protestón: es mejor dejarle marchar que permitirle que estropee a los demás criados de la casa. De modo que el dueño lo dejó libre y le ordenó que se marchara, con maldiciones sobre su cabeza. Así fue cómo el alegre aprendiz consiguió su libertad. Ahora podría hacer jarana toda la noche, si así le apetecía. Pero, como sea que no hay ladrón que no tenga un compinche que le empuje a saquear y estafar al que ha robado o estrujado, Perkin inmediatamente envió su cama y el resto de su ajuar a casa de un compañero inseparable que era tan aficionado a los dados, al jolgorio y a la disipación como él. La esposa de este amigo inseparable tenía una tienda para cubrir las apariencias, pero se ganaba la vida traficando con su cuerpo.



Chauter dejó este cuento sin terminar 

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