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Categoría: Fábulas

Cuaderno de viaje a los sueños

Qué edificio tan bonito se levantaba ante mí, como sacado de una novela de terror o de alguna película sobre un internado inglés. Tenía muchas ventanas, unas treinta por cada piso, y estaba coronado por una gran puerta de roble que acompasaba melodiosamente con el tejado. Éste era normalmente rojo, cuando el cielo no estaba cubierto de grandes nubarrones como solía, o cuando no era de noche, como ahora, momento en que adquiría una tonalidad ocre, igual que los árboles del bosque.
Había un gran silencio, pero de vez en cuando podía oír el ululato de alguna lejana lechuza, o el crujir de las ramas por el viento. Y tenía frío, cómo no iba a tenerlo si estaba desnudo, si lo único que llevaba era una espada de madera y una bolsa con tierra. Pero no, no había perdido mi ropa, ni la había cambiado por aquellos objetos inútiles, bueno, la espada ya se vería si era inútil o no, sino que me la habían robado los extraterrestres.
Sí, los extraterrestres, no sé de qué planeta, pero habían sido ellos. Tan cierto como que yo venía del pasado. La cosa fue así: iba yo tranquilamente por el bosque, cogiendo moras para hacer un buen zumo, cuando una nave en forma de larva aterrizó detrás de mí. Del vehículo salieron seres idénticos, que hablaban como los gansos y vestían como los Teletubbies.
Al verme, se abalanzaron sobre mí y nada pude hacer con mis "superarmas" para evitar que me quitasen mi bonito atuendo del siglo XIII.
Luego se perdieron en el bosque y yo eché a andar hasta la casa victoriana que tenía ahora delante.
Seguía haciendo frío, maldito Nottingham, y parecía que no iba a parar, así que qué diablos, tomé la senda de piedra que conducía a la mansión y entré en ella. Pero nada estaba como me esperaba. En lugar de orden y suntuosidad, sólo había caos y suciedad,...y ratas como elefantes. Yo nunca había tenido miedo a las ratas, de hecho cuando me escapé de la esclavitud en Roma al principio fueron parte esencial de mi dieta, pero aquellos animalejos con cara de lascivia causarían pavor hasta al mismísimo Tepes, el de los pinchitos.
Lo único que estaba un poco decente en aquel desastre eran los cuadros de la pared, borrosos rostros de los antiguos dueños, de sus antecesores, y los antecesores de éstos, vamos que casi faltaba sólo Adán.
Mientras intentaba que ninguno de los mastodónticos roedores se me metieran por los calzoncillos, me fijé en que en una mesa de estilo Luis XIV había una gramola. Lo mío eran el arpa clásica y el laúd, bueno y un poco de flamenco andaluz, pero la curiosidad me picaba como los chinches así que me acerqué y la puse a funcionar. Al momento la marcha militar de Verdi, esa que contiene una melodía que es ya un clásico, inundó la estancia. Silbando la solemne musiquilla, fui en busca de las escaleras para subir al piso superior, pero para mi sorpresa, no había tal, sino un ascensor.
Sorprendido, pulsé el botón de bajada, y esperé. Cuando la cabina estuvo a mi altura, se abrió la puerta y Abraham Lincoln salió de su interior.
Qué curioso. Le saludé y entré en el ascensor.
En la pared, había sólo tres botones, p1, p2, y SS, y aquella casona tenía por lo menos siete niveles. Y además, ¿qué era SS?. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal al acordarme de aquella vez en la que el cronoviaje salió mal y acabé en una reunión de las SS en Dresde.
Mejor no comprobarlo,...primer piso por favor.
Al llegar, la puerta se abrió, y ¡que terror!, las enormes fauces de un carnotauro estaban abiertas de par en par dándome la bienvenida. Cerré la cabina lo más deprisa que pude y pulsé un botón del panel, daba igual el que fuera.
Qué angustia, madre mía, yo me quería ir de allí, en mala hora había entrado en la casa, aunque me estuviera poniendo morado del frío. Y lo peor,...¡había pulsado SS!, ¡si ya se me había olvidado el poco alemán que Lutero me había enseñado!.
Pero para mi sorpresa, cuando llegué al misterioso nivel, allí no era alemán ni el gato, porque SS no se refería a los nazis, sino a "Salón de Sabiduría". Allí, alrededor de una gran mesa ovalada de mármol de Carrara, estaban sentados Platón, Epicuro, Averroes, Washington, Confucio, Thomas Edison, Popeye,..., hablando de ya se sabe qué, y tomando zumo de mora. Como no había podido hacer el zumo por culpa de los dichosos alienígenas, y tenía tanta sed, les pedí un vaso, que me dieron de buen grado. Luego fui a una ventana que había al fondo, decorada con oro y cristal de Lido, preguntándome qué vería desde allí.
El arcoiris, tendido entre las nubes como un puente mágico a otro mundo, y debajo, la Torre Eiffel rodeada de maravillosas fuentes. Las nubes estaban tan cerca que pude tocar una, era suave y ligera, pero a la vez consistente, como los colchones. Sin dudarlo, me subí al alféizar y pegando un salto, aterrizé sobre el blanco algodón. Mientras me sentaba, empezó a moverse.
Me llevó hasta el suelo, cubierto de una hierba verde que recordaba a los lejanos oasis, y puse el pie en tierra. Después de que se marchara, eché a andar hacia los bosques, esperando que la máquina aún siguiera allí.
La encontré algo astillada, era de madera, pero parecía que podría devolverme al siglo XIII, aunque no fuera en mi Provenza natal. Me monté en ella y después de accionar un sinfín de manivelas y de activar otros tantos procesos químicos, desaparecí en un estallido.
Datos del Cuento
  • Categoría: Fábulas
  • Media: 5.09
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