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Aristeo

Venerado por los sicilianos como una de sus divinidades campestres, era hijo de Cirene, una de las Náyades, y de Apolo. Su educación fue encomendada a las ninfas, que le enseñaron a cultivar los olivos, a cuajar la leche y a fabricar colmenas. Un día que perseguía al través de los campos a la bella Eurídice, mujer de Orfeo, una serpiente, oculta entre la hierba, mordió a esta ninfa causándole una herida mortal. Los dioses para castigarle hicieron cundir entre las abejas una enfermedad contagiosa que las destruyó todas hasta no quedar ninguna. Vencido por la pena que le causaba esta pérdida, fue a buscar a su madre Cirene al fondo de la cueva en que habitaba, junto al nacimiento del río Peneo, y con el corazón henchido de dolor le dijo: “—Madre mía, ¿de qué me sirve descender de los dioses y ser hijo de Apolo si he de ser siempre el blanco de los reveses de la suerte? Las abejas que constituían mi dicha, las colmenas que había adquirido a fuerza de obstinados trabajos y asiduos cuidados, han sido destruidas. ¡Y tú eres mi madre…! Pues bien, acaba de una vez; arranca, destruye por tu propia mano los árboles que planté, entrega mis apriscos a las llamas, prende fuego a mis cosechas ya que el honor de un hijo tan poco te conmueve”.

Cirene no puede oír sin emocionarse los lamentos de su hijo, aunque no da a ello importancia alguna. La diosa le estrecha entre sus brazos, enjuga sus lágrimas, calma su agitación y le dice: “Hijo mío, tu madre nada puede hacer por ti en esta triste situación; ni su sabiduría, ni su buena voluntad podrían ofrecerte ningún socorro en esta coyuntura. Sin duda habrá llegado a tus oídos el nombre del sabio Proteo, hijo del Océano. Corre a buscarlo junto al mar de Carpacia; solamente este célebre adivino, a quien lo futuro y los secretos de la naturaleza se revelan con toda claridad, puede decirte la causa de tu desgracia y enseñarte el medio infalible para obtener nuevos enjambres”. Aristeo llega a casa de Proteo; éste, de momento, se niega a escucharle, después esquiva de mil maneras las preguntas que le dirige, duda, y al fin comunica al joven agricultor que la venganza divina le persigue, que lleva sobre sf el peso de un gran crimen, que tiene el deber de apaciguar las iras de las ninfas hermanas de Euridice, que es necesario que ante la puerta de su templo levante cuatro altares y derrame al pie de ellos la sangre de cuatro toros y cuatro becerras, que deje sus cadáveres abandonados en el bosque sagrado y que después de nueve días vuelva a este mismo lugar. Todos estos preceptos son puntualmente observados y, tan pronto la décima aurora ilumina el horizonte, Aristeo movido de inquieta curiosidad corre hacia el bosque y descubre el más pasmoso de los prodigios. Percibe zumbar en el vientre de los cadáveres en putrefacción, numerosos enjambres de abejas que al momento, abriéndose paso al través de la piel, se remontan por los aires formando nubes inmensas; después reuniéndose en la cima de los árboles quedan allí suspendidas en forma de racimos. La sorpresa que por ello experimenta Aristeo no puede ser comparada sino a su alegría.

Tiempo después, Aristeo se desposó con Autónoe, hija de Cadmo, de la cual tuvo un hijo llamado Acteón. Tras de la muerte cruel de este hijo se retiró a la isla de Cos, de aquí a la de Cerdeña y finalmente a Sicilia, donde hizo a los habitantes partícipes de sus beneficios. Cuando sus días tocaban ya a su término, fijó su residencia en Tracia, y Bacoen persona se dignó iniciarle en los misterios de las orgías.

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