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ALBERTO

Sentado en la puerta de mi casa, diariamente un muchacho de más de veinte años vendía caramelos, ofreciéndoles a todos los vecinos que por la mañana iban a comprar el mercado a la vuelta de mi casa.

- Papi... colabórame, papi... - repetía una y otra vez cuando algún parroquianao pasaba por su lado.

Nunca me había fijado en él. Aunque siempre lo escuchaba y miraba a lo lejos, quizás su repugnante imagen me empujaba hacia otros ilusorios horizontes; pero ese día, no tenía nada importante que hacer, así que, curiosamente me le acerqué como para matar el aburrimiento.

Frente a él, me fijé que era un residuo de hombre. Prieto de piel, de rostro torcido y una nariz como un pedazo de nuez. Le florecían unos hirsutos bigotes y barba, y sus cabellos eran como una retama de mala hierba negra.

Como siempre, lo encontré sentado entre la pista y la acera de mi casa, y me di cuenta que tenía una pierna tiesa como un bastón enropado. Sus manos las movía discordantemente como si caminara sobre el filo de una navaja, sus dedos estaban artríticos como las garras de un halcón disecado, pero su humor a ropa abombada por mas de una vida me empujaba de su presencia.

Con un pañuelo en la mano, pegado a mi boca y nariz, me le acerqué un poco mas. Estaba comiendo las sobras de algún guiso que apestaba a huevos podridos.

- Hola - le dije - Cómo te llamas.

- Papi, papi, Alberto, papi... - respondió, mostrándome en su sonrisa un par de dientes que colgaban de sus encías... - Dame algo para comer, papi, por favor... tengo hambre, papi... - Volvió a sonreír y su par de ojos brillaron e iluminaron mi bondad que tembló, pues se escondía en el pozo de mi seco dolor.

Me le acerqué, y le entregué unas monedas. Miraba su rostro y me sentí complacido por mi acción. Me di la vuelta y regresé a mi hogar...

Pasaron las horas y por la ventana de mi casa vi a Alberto que cojeando como un perro atropellado, pero sin gemidos se retiraba de la acera de mi casa. Quizás era esa la diferencia entre un animal, la dignidad...

No supe por qué, pero lo seguí con la vista, y después, cuando no pude verlo, salí de mi casa a seguir sus pasos. Vi que tomaba un camión; yo también lo tomé. Luego de varias vueltas por la ciudad, Alberto bajó por los barracones, por la cloaca de los drogadictos; yo también bajé.

A la distancia vi que cojeaba a prisa hacia un grupo de miserables, como si en ellos estuviera el agua que secara su sed... Vi como lo recibían. Vi como canjeaba todo lo recibido por la cochinada. Vi como se fumaban la porquería... Uno de ellos me miró y todos me miraron y se burlaron, como si estuvieran saliendo a un largo viaje y yo me quedaba abandonado y solo.

Me di la vuelta y aún con el olor en la piel y el alma, sentía que, aún así, cada cual busca su refugio, su escape de la realidad que le ha tocado...


JOE 08/05/04
Datos del Cuento
  • Autor: joe
  • Código: 8874
  • Fecha: 09-05-2004
  • Categoría: Urbanos
  • Media: 5.61
  • Votos: 111
  • Envios: 0
  • Lecturas: 2156
  • Valoración:
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