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LA LEYENDA DE GUILLERMO TELL

Guillermo Tell era un hombre muy querido entre los habitantes de su ciudad, un pueblo de Suiza. Era famoso por su gran habilidad como arquero, tanto que se había convertido en un héroe a los ojos de sus paisanos. También era un gran navegante, el mejor que se hubiera visto en el lago de Lucerna. Por eso el cruel duque Gessler, que gobernaba la región enviado por un país extranjero invasor, le odiaba y le temía.

Guillermo era además un hombre prudente, por lo que para evitar problemas con el duque, se había ido a vivir a las montañas con su hijo, que era la luz de sus ojos.

El sombrero
En ocasiones debía bajar al pueblo en busca de provisiones, y en una de esas visitas, Guillermo quedó sorprendido al ver cómo todas las personas que pasaban por la plaza se inclinaban ante un palo alto que tenía un sombrero colgado en la punta.

–¿Por qué os inclináis ante un sombrero? – preguntó.

El duque nos ha ordenado que cada vez que pasemos delante de este palo le hagamos una reverencia- le respondieron.

-¡Qué ridiculez!- exclamó Guillermo- ¡No le haré reverencias a un sombrero!

Y dicho esto atravesó la plaza acompañado por su hijo.

-¡Deténte de inmediato!- le gritaron unos soldados, y lo detuvieron.

Con los brazos atados, lo condujeron junto a su hijo a la corte del duque. Al verlo, Gressler hizo una mueca de satisfacción y le dijo:

-Guillermo Tell, ¡por tu insolencia podría enviarte a las mazmorras del castillo de Kussnacht de por vida!

Pero Guillermo no se inmutó; siguió mirando al duque con calma, sin mostrar ningún signo de nerviosismo. A Gressler esta actitud le hizo enfurecerse todavía más; no soportaba a aquel hombre orgulloso y pacífico. Quería verle desesperarse y rogarle clemencia, ¿qué podía hacer para desmoralizar a aquel hombre? De repente tuvo una idea…

-He oído decir que eres el mejor arquero de Suiza- le dijo aparentando calma.

-¡Sí, es cierto!- exclamó orgulloso el hijo de Tell.

-Pues en ese caso, sería una verdadera pena que te pudrieras en la cárcel. Voy a hacerte una oferta: si eres capaz de clavar una flecha en una manzana a una distancia de 100 pasos, te dejaré libre.

La manzana
Guillermo Tell lo pensó un poco pues no confiaba en aquel hombre. Aunque el tiro era difícil, estaba seguro de poder lograrlo, así que al final accedió. Así que el duque, los cortesanos y los soldados con Guillermo y su hijo detenidos, se dirigieron a un campo cercano al castillo, en donde crecía un roble. Al llegar, el conde entre risas ordenó:

-¡Atad al chico al árbol y poned una manzana sobre su cabeza! Estoy seguro de que vas a esmerarte mucho para no errar el tiro, ¿verdad Tell?- soltó entre carcajadas.

Finalmente Gressler lograba su cometido: Tell empalideció y hasta pareció trastabillar… ¡había encontrado su punto débil! ¿Qué haría el arquero? ¿Suplicaría que lo llevaran a la cárcel antes que poner en peligro a su querido hijo?

A Guillermo le temblaban las manos, ¿cómo podría arriesgar la vida de su hijo a cambio de su libertad?

Entonces su hijo dio un paso adelante y dijo:

-Padre, yo confío ciegamente en ti y sé que puedes lograrlo. No temas, estaré tan quieto que ni siquiera se moverá uno de mis cabellos con el viento.

Los soldados ataron al chico al árbol, y colocaron una manzana roja y pequeña sobre su cabeza. Guillermo Tell respiró profundamente, y montó una flecha en su ballesta.

El tiempo pareció detenerse: el chico vio cómo su padre apuntaba, vio la punta de la flecha relucir al sol, cerró los ojos y contuvo la respiración. Se oyó un silbido y la manzana cayó a los pies del niño, partida a la mitad. ¡Lo había logrado!

Mientras el duque trataba de disimular su ira, otra flecha cayó al suelo desde la chaqueta de Guillermo Tell.

-¿Por qué cogiste dos flechas?- preguntó el conde.

-Si con la primera flecha hubiera matado a mi hijo- le respondió Guillermo- con la segunda te habría matado clavándola en tu corazón de piedra.

El final
Gressler se volvió una furia y exclamó:

-¡Te condeno a muerte por traición! ¡Llevadle a las mazmorras del castillo de Kussnacht al otro lado del lago y dejadlo allí sin comida ni agua!

Los soldados ataron a Guillermo Tell y lo condujeron hasta el barco que lo llevaría hasta su destino final.

-¡Vete a casa, hijo! —gritó Tell—. ¡Vete a casa y espérame!

El niño obedeció a su padre y se marchó corriendo entre lágrimas. Cuando la embarcación llegó a la parte más profunda del lago, se desató una tormenta de viento que hizo alzar olas gigantescas. El barco estaba a punto de hundirse, se balanceaba a merced de las olas como una cáscara de nuez. Los soldados aterrados no sabían qué hacer, hasta que el capitán exclamó:

-¡Sólo Guillermo Tell es capaz de dominar un barco con este temporal! ¡Liberadle para que se haga cargo del timón!

Los soldados desataron a Tell y este tomó el timón: con gran esfuerzo hizo girar la proa del barco hasta acercarse a la orilla, donde las rocas parecían dientes afilados que sobresalían del agua. Viendo acercarse una ola enorme, Guillermo dio un golpe de timón: la ola levantó el barco y lo dejó caer de repente sobre las rocas: ¡partiéndolo en dos!

Con un movimiento rapidísimo, Guillermo tomó la ballesta de un soldado, saltó sobre la proa, se aferró a las ramas de un árbol y de un salto alcanzó la tierra firme. Mientras tanto la furia de las olas terminó por tragarse al barco con los soldados, que desaparecieron en el lago.

Desde la otra orilla, Gressler vio horrorizado cómo sus mejores soldados eran engullidos por la tormenta. Del otro lado, Guillermo apuntó la ballesta y disparó… ¡la flecha se clavó en el corazón del duque!

Guillermo se encaminó hacia las montañas, hacia su casa, donde le esperaba su hijo.

Algunos años pasaron y suiza finalmente se libró del invasor extranjero. Pero todavía hoy, todos recuerdan la gran hazaña del legendario Guillermo Tell.

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