Estamos sentados a la mesa contemplándonos las caras como si tuviéramos miedo. Mamá mueve la cabeza y suspira. Tiene un pañuelo oscuro que le baja hasta la frente. Hace mucho que no comíamos nada sustancioso. El sudor me corre por la cara y entonces me fijo en la silla vacía. Sebastián, el pequeño, Sebastián, el de los ojos azules, que juega en el patio con las manos llenas de tierra y la ropa hecha un asco. Pero Sebastián se ha ido. Papá se pasa una servilleta por la boca, toma un poco de agua y se levanta en silencio. Mi hermana Paula recoge la muñeca que está a su lado y la arrastra tras de sí como si fuera una maleta muy pesada. Yo me siento a la entrada de la casa y me pongo a tirar piedras hacia un charco. El sol parece querer marcharse más temprano. De pronto me entra sueño y me quedo dormido con la cabeza en la hierba, apenas tengo fuerzas para aplastar una hormiga empeñada en treparse por entre mis dedos.
Sebastián está sentado a mi lado. Me mira con curiosidad y me toca la cara con sus dedos llenos de fango. Quiere jugar conmigo. Sale corriendo y trae una lagartija ensartada en un alambre. Yo no le hago caso. Tengo cosas más importantes que hacer. Me vacío los bolsillos y me pongo a inventariar las últimas adquisiciones de la semana. Un rollo de hilo para pescar, la mitad de una moneda, veintidós bolas, un bolígrafo de siete colores que le robé al maestro hace dos días, un escarabajo, dos palitos chinos y una caja de fósforos con un caramelo adentro. Sebastián se acerca y me pide que le regale el caramelo. Por supuesto que lo ignoro. Es mi único caramelo azul y no me lo puedo comer ni siquiera yo. Sebastián se pone a patalear y lanza la lagartija contra el suelo y le clava otro pincho en el estómago. No tengo más remedio y le regalo dos bolas. Entonces se aleja tras unos arbustos y puedo trazar el plan estratégico para el día de hoy. Lo primero es llegarme a casa de los Ramírez y ponerme a mirar por la ventana de la cocina. A esta hora la vieja está preparando el desayuno de sus dos sobrinos. Si tengo suerte y logro poner la más auténtica cara de hambre, quizás me regale uno de sus panecillos untados con miel, y hasta un vaso de leche.
La casa de los Ramírez está a medio kilometro de la nuestra. El frente es de color naranja, lo cual me disgusta un poco, aunque no tanto como el amarillo del fondo, donde se encuentra la cocina. Pero la cocina huele bien. Incluso no es necesario abrir los ojos para saber lo que se está cocinando. La vieja me mira y mueve la cabeza con desaprobación. Coge un plato de la vajilla y sirve un pedazo de panetela.
- ¿Es que no te alimentan en casa? - En casa me alimentan muy bien, - miento con orgullo.
- Ten, llévale este pedazo a tu hermanito - y me da un cartuchito que apenas agarro y ya estoy desapareciendo sendero abajo, sin despedirme de la vieja, que se queda refunfuñando, pero ya no la oigo, porque estoy muy lejos, buscando a Sebastián.
El sol ha desaparecido por completo. Todavía tengo la cabeza sobre la hierba. La mano derecha me arde, y entonces me acuerdo de la hormiga. Parece que finalmente me quede dormido sin llegar a aplastarla. Me siento incómodo. Se que tiene que ver con algo de lo que soñé, pero, no recuerdo nada. Suspiro, como añorando alguna cosa, y entro en la casa.
Mamá está cocinando una sopa y Paula le está tiñendo el pelo a la muñeca con la tinta de zapatos de Papá.
Nada hay tan aburrido como una noche sin sueño, una noche de sopa protestándote en el estómago, sin poder esperar hasta mañana para escapar a casa de los Ramírez. Me acerco a la ventana y me pongo a mirar las estrellas. De seguro están más aburridas que yo, y de tanto mirarlas termino bostezando. Parece que todo el mundo está durmiendo. Me descuelgo por la ventana y caigo sobre la hierba del patio. Me gustaría tener un tubo para deslizarme y un cuarto para mi solo, y me gustaría que Sebastián corriese tras de mí como antes y sentarnos en la orilla del río con los pies desnudos.
Ayer, Sebastián se quiso comer mi caramelo. Lo atrapé quitándole el papel y llevándoselo a la boca. Por poco no puedo arrebatárselo. Casi le regaló todas mis bolas. Me quedé con las cinco que más me gustaban y le di una bolsa con las restantes. Se durmió con la bolsa en la mano y yo me acosté con mi caramelo bien cerca de mí.
Mañana vamos de excursión Paula y yo. También la muñeca Rosa viene con nosotros. Yo le asegure a Paula que la muñeca no quería venir, previendo que al final, cuando ella se hubiese cansado, me iba a tocar a mí traerla de vuelta. Subimos por la colina y nos alejamos entre los árboles. Paula quiere traer unas flores amarillas y rojas, con olor a almendras y los pétalos ovalados. La dejo y me voy hasta la Casa Arbol. Parece que el tiempo se hubiese detenido. Las tablas aún lucen nuevas, la mesita apenas tiene polvo y la escalera cruje y se resiente como el primer día.
Sebastián está llorando. Trata de trepar, pero no puede. Me asomo desde la cima y lo alzo con mis manos. Primero recogemos todas las hojas acumuladas y las echamos por la ventana. La Casa Arbol ha estado aquí desde siempre. Dice Papá que Abuelo la construyó para él hace más de cuarenta años. Nos sentamos y me pongo a trazar un mapa con el recorrido que sigue el enemigo. Si disparamos tras los árboles del fondo apenas sintamos el ruido de las tropas, es casi seguro que la victoria es nuestra. El enemigo debe de conocer nuestros propósitos, pues no suele portarse en toda la mañana. Al mediodía decidimos irnos a casa a almorzar. Somos los ganadores por no-presentación y estamos muy orgullosos.
Esta vez hay panecillos, papas, ensalada y un pedazo de carne bastante pequeño, que no puedo dejar de mirar por miedo a que desaparezca. Papá está de buen humor. Parece que por fin consiguió trabajo. Me ilusiono pensando que los buenos tiempos pueden volver y entonces me acuerdo de Sebastián. Se me quita el hambre un poquito y dejo de vigilar el pedazo de carne. Paula está mirando por la ventana, pero mira hacia abajo, como si la hierba tuviese algo interesante y fuese incapaz de apartar la vista. Tal vez, también ella esta triste.
Mi hermana es mucho más pequeña que yo. Tiene casi mi edad, pero ningún interés en crecer. Sus ojos no son azules y su cara está llena de pecas. Hoy no lleva sus motonetas y el pelo le cae sobre la frente. Se parece a la muñeca Rosa. Si tan solo hablara menos, hasta sería imposible distinguirlas. Cuando nació, yo casi tenía dos años. Cuenta Mamá que una noche me la robé y la acosté en mi cama y me quedé mirándola pensativo. Así fue como ella me encontró una hora después. Casi estuvo a punto de pegarme, pero yo parecía tan abstraído que no pudo dejar de sonreír.
Hace una semana que ya no tengo bolas. Sebastián ha querido comerse mi caramelo azul tantas veces, que apenas encuentro algo que regalarle. Mucho me temo que la próxima voy a dejar que llore aunque me duela. A mí también me gustarla probarlo. Un caramelo azul debe saber a cielo o a estrellas, y poco ha faltado para que me lo introduzca en la boca. Lo encontré en la Casa Arbol hace más de un año, envuelto en un fino papel transparente, y supe enseguida que era un caramelo muy importante.
Paula está enferma. Mientras yo estaba en la Casa Arbol tomó agua del río, y dice Mamá que esa agua esta sucia y que cuantas veces me va a repetir que no la deje sola. Mamá la tapó hasta el cuello y Paula tose de vez en cuando y se mueve y está muy caliente y yo le llevo su muñeca Rosa y se la pongo al lado, pero ella no puede verla, y me siento en el patio a pensar y miro para el cielo. Es muy temprano aún, las estrellas no han salido y el cielo está despejado y muy azul. No me gusta jugar con Paula. No me gusta salir con ella a pasear. No me gusta que se pare detrás, silenciosa, y percibirla al cabo de varios minutos. Pero Paula está enferma por mi culpa... y Sebastián, Sebastián también estaba enfermo. Me alejo corriendo hasta el río y me trepo en la Casa Arbol y me pongo a llorar. El cielo ya no es azul, pero está lleno de estrellas y las estrellas ya no parecen tan aburridas como antes. Cuando llego a casa, Mamá está en la puerta esperándome y pudiera pensarse que quiere pegarme, pero se contiene y me dice: Tu hermana se siente mejor. Esta noche va a dormir con nosotros. Mañana por la mañana la vamos a llevar al médico para que se reponga por completo. Yo me acuesto, pero no me puedo dormir. Tan solo consigo dar vueltas y vueltas y el cuarto me parece muy grande y ya no lo quiero para mi solo. Las estrellas me están mirando esta noche. No sé por qué, pero me están mirando. Me levanto y salgo en silencio. Cierro la puerta con cuidado y voy hasta el cuarto de Mamá. Asomo la cabeza y veo a Paula acurrucada en una esquina, con la cabecita sobre el pecho de Mamá. Sin hacer ruido camino en puntillas y me acerco a la cama. Mamá duerme, Papá ronca y Paula parece tranquila, como si tuviera el más feliz de los sueños. Entonces introduzco mi mano en un bolsillo y saco el caramelo azul. Lo pongo en una de las manecitas de Paula y me alejo corriendo hasta mi cuarto. Me acurruco de nuevo ante la ventana y todas las estrellas tienen forma de caramelo, entonces veo a Sebastián, que extiende una mano y la otra y los va recogiendo uno a uno.