Es fácil enamorarse de una mujer cuando es bella, de carácter dulce y una sonrisa graciosa que sólo un ángel esparce como estrellas en la oscuridad de aquellos que navegamos en el mar de la confusión. Ello me ocurrió una tarde mientras viajaba hacia mi pueblo natal.
Estudiaba en la universidad y ya había pasado los cursos más difíciles pero, estaba saturado, agotado, y deseaba relajarme, respirar paz, ver a mis padres que vivían lejos de la ciudad, volver a mi pueblo. Así que, sin pensarlo tomé el bus que me llevara hacia mi pueblo. Con suerte encontré el boleto de ida pero no el de vuelta. No importa, me dije y, despreocupándome de mis estudios, compré el boleto y subí al bus...
Si algo guardo en mi vida son esos momentos en que viví algo no necesariamente feliz, sino, algo que hizo sentirme vivo, y esto fue lo que ocurrió en el bus mientras viajaba hacia mi pueblo...
Lo primero que hice fue fijarme en mi asiento. Era el último de los números, es decir, en la parte de atrás. No importa, me dije. Así que pasé en la ruta dentro del bus en donde me hallé en medio de gente que cargaba sus bultos, colocándolos en sus compartimientos, ubicados sobre sus asientos respectivos... Es difícil caminar en medio de gente en un espacio estrecho y con niños que te miran, y con señoras que empujan por apurarse a ubicarse en su silla, con sus cosas ya guardadas, mirándote como un ladrón mientras pasas por su lado, y no les importa si tienes la cara que llevas, con tal que te alejes de sus bolsos y de sus seres queridos... Y bueno, eso es lo que ocurría en mi cabeza mientras llegaba hacia el número de mi asiento. Por fin, me dije cuando la encontré. Pedí permiso a un anciano que estaba sentado con el rostro cubierto por un sombrero, y este, sin que terminara de hablarle, me hizo un espacio y entré, me senté y vi que a mi lado sobraba un espacio. Ojala no suba nadie mas, pensaba, pero no, hubo alguien más que entró, y fue la persona que cambió mi vida para siempre. Era un mujer, señora, bella y con esa sonrisa, esos ojos que dicen tantas cosas al mismo tiempo. La hice entrar y ella continuó con sus ojos y sonrisa abierta como las ventanas del bus dejando entrar todo el aire de afuera mientras empezaba a moverse y alejarse de todo el sonido de la ciudad...
Lo primero que me preguntó fue si era estudiante, le dije que sí, y que viajaba para ver a mis padres en el pueblo en donde crecí. Me preguntó cuál era ese pueblo, se lo dije y ella me dijo que era un lindo lugar pero ella viajaba al pueblo siguiente. Creo que hablamos sin parar durante toda la tarde hasta que el bus se detuvo para que todos los pasajeros pudieran estirar las piernas, tomar un café, o, simplemente bajar por bajar… No bajé ni la bella señora a mi lado. Continuó hablando y de pronto, seguramente fijándose en que nadie mas que yo la viera, se puso a llorar. Me sentí conmovido. La cogí de los brazos y la pegué a mi cuerpo. Estaba tibiecita, necesitada de afecto, de un beso… y, aunque jamás fui atrevido, esta vez sí lo fui. Nos besamos una eternidad…
De pronto el bus comenzó a llenarse de gente y sutilmente nos separamos, continuamos hablando hasta que el bus continuó su marcha hacia mi pueblo. Ya el cielo estaba oscureciéndose, la gente del bus empezaba a acomodarse con los cojines que tenían… pero ambos, continuábamos conversando hasta que todo se hizo oscuridad. Callamos, tan solo sentíamos el ruido de nuestros corazones, del motor del bus que parecía a punto de reventar, pero algo ocurrió pues, a pesar de que no había luz, me acomodé a la oscuridad tal como mi padre me había enseñado observar de niño mientras él manejaba en la carretera de doble vía, con las luces apagadas… Vi sus ojos abiertos, la sentí nerviosa, deseosa, débil ante sus emociones… Vi cómo sus manos se deslizaban como anacondas por mis piernas, luego, por mi sexo, hasta empezar a friccionarlo como si fuera un muñeco. Empecé a sudar, a moverme como un epiléptico, como un alambre de luz dentro de un foco, y luego ella volvió a llorar como un chivo. Gemía, rebuznaba, silbaba como si fueran varias personas, provocando que todo el bus fuera un teatro a punto de alzar sus cortinas… Fue entonces en que no pude más y me dejé envolver en las olas de la pasión. Mis manos se multiplicaron, mis dedos rompían todas sus ropas como pirañas, y mis labios y dientes se pegaban a los suyos mientras ambos sudábamos como dentro de una sauna. Subía al cielo, bajaba al infierno, pero estaba allí, allí, frotándome en el cuerpo de una hermosa mujer que no dejaba de llorar, y lloraba como esas mujeres que ven al amante sin vida, tratando de renacerlos a punto de besos, mordiscos, abrazos, de sexo, de todo, todo… y todo inultilmente pues yo, yo, yo no existía para esa hermosa mujer. Lo supe cuando mi sexo se safó de su carcel de tela y mis dedos mordieron su maraña de vellos enroscados en sus bragas y mis dedos surcaban aquel territorio salvaje a punto de ser profanado… Fue terrible sentir la calidez de su sexo cuando el mío llegaba como esos ríos a la mar… Hermoso, totalmente hermoso pero, al mismo tiempo terrible cuando las luces del bus se encendieron y dos brazos me cogieron de los brazos, mientras ella continuaba llorando, llorando como una niña perdida, violada, desamparada, echada en un rincón de un bus en donde ambos viajábamos rumbo hacia nuestros pueblos…
Después, fue horrible. Aquel anciando que estuvo durmiendo no dejaba de patearme la cabeza, todos los niños miraban como si yo fuera esos monos salvajes agarrados de los brazos de cinco hombres… Y esa señoras que me miraban de una manera tal… que herían como dagas en mi cerebro. Fue terrible, y, allí, en ese instante en que la veía en los brazos protectores del anciano, me puse a llorar y no dejé de llorar hasta que vi que sus ojos empezaron a secarse, y volverse en ojos escrutadores, acusadores, malditos… gritándome, violador, violador, una y otra ves. No, no, decía yo mientras continuaba llorando. Es una pesadilla, una terrible pesadilla, no es verdad tanto dolor, vergüenza, tanta mentira. Pero era y fue verdad.
El bus se detuvo y me bajaron a empujones, tiraron mi bolso y vi cómo me abandonaban en la mitad de la noche, en una carretera perdida y lejos de toda mi tranquila realidad. No podía creerlo hasta que volví a llorar como un niño, y no paré hasta que el día llegó. Tuve suerte al encontrar a un auto que me llevó hasta mi pueblo. Llegué y fui sin esperar un instante a mi casa. Toqué la puerta y vi a mis padres con los rostros alegres y sorprendidos, mientras mis lágrimas volvieron a brotar, llorando por una cualquiera…
San isidro, junio de 2006