Cuantas reliquias encuentra uno al cabo del día. Con cuantos recuerdos ya oxidados, nunca olvidados, tropieza uno al salir a la calle. Por eso, hoy me he echado a andar, buscando y sabiendo que busco algún pasado, algo que me haga sentir que vivo, que atrás quedan notas, aunque sean sueltas, de una canción que escribimos hora a hora, día a día, vida a vida.
Por eso no me extraño al ver aquella cara de una persona desconocida que me resulta familiar. Quizá en algún momento roto y perdido me atravesé con ese rostro anónimo, incluso vulgar. Pero no quiero saber cuando, ni donde, eso es un juego que me distrae de mi escasa atención al entorno. Prefiero seguir navegando entre un mar de figuras absurdas, distintas, auque semejantes, y deshojar la mañana suavemente, como si quisiera evitar que esta mañana se desangre inevitablemente.
A mi lado, asomadas a un oscuro escaparate, varias chicas hablan alborotadas, llamando la atención de los que pasan cerca. Hablan de vestidos, de colores, de modas, "esequeestaahiespreciosoquizámelocompre". Se hablan atropellándose unas a otras, pisándose las palabras. Una se vuelve, me mira y sonríe. Quizá en otro momento me hubiera parado a contestar su sonrisa, pero hoy no. Hoy estoy buscando mi pasado, mis pequeños pasados. No ese enorme que nos aplasta, que nos hace ver que somos tontos, que nos hace reir o llorar con sus recuerdos, que nos hace ser nostálgicos. Quiero encontrar esos pequeños pasados, esos pequeños detalles, que se enmohecen, pero no se borran, que, como en aquella cara desconocida y familiar mierden su moho al verse aireados por el viento del presente que renace y se construye a cada instante, para morir tan ligero y fugaz como nació.
Monto en el metro, ese oscuro y profundo medio de transporte. Allí, todo, el pasado y el presente se confunden con el futuro, formando una combinación que al contacto con nuestro cuerpo estalla.
Dentro del vagón ciertos olores consiguen que reconozcas que estás entre humanos, pero próximo a la selva. Unos ojos cerrados, una boca abierta, pesan las horas de trabajo, o pesa la vida.
Sobre una barra algunas manos se cierran, se crispan, aplastan su frustración diaria, su no poder seguir así, "cualquierdíaestalloyme despido". Sobre un asiento cae ese cuerpo que intentará sentir esta noche si ya es mujer, "aunquejuannomeconvencemuchoperoyaeshora". A lo peor es deshora.
Salgo del vagón, me apeo en no se que estación, no importa, sólo busco porciones de pasado, de algún pasado, para que se aireen.
Lentamente inicio la subida a la otra realidad. Me cruzo con alguien sentado sobre un raido abrigo, "padredecuatrohijosnecesitatrabajounaalludapraciasermano". hasta con faltas de ortografía para que resulte más cierto, más triste.
La calle, el exterior, ¿de qué?, me vuelve a asaltar con sus ruidos, formas, olores... Estoy en lo que se considera un centro neurálgico de la ciudad.
Aquí en imposible capturar recuerdos. Te agreden por todas partes. Bares ultramodernos, ultrafuncionales, ultraasépticos. Tiendas ultramodernas, ultrafuncionales, ultraasépticas. Seres ultramodernos, ultrafuncionales, ultraasépticos.
Reposo, si es posible, en un impersonal banco de dura piedra blanca, devastado y degastado por infinidad de cuerpos, no tan duros como la piedra, pero si tan carcomidas por la realidad.
Observo esta zona verde. Así se llama a estos pequeños puntos asfixiados por la gran ciudad. esta gran ciudad que nos convierte en seres microscópicos, imperceptibles, quizá ni Dios nos distinga entre tanta materia sin vida, fría e inconsciente.