En una colina que parecía negra por el color oscuro de su tierra, vivía un ermitaño. Él estaba solo, pero no desamparado. Él era feliz y creía en el milagro. Había sabido escoger aquel sitio para su regalo.
 
Bendecía todos los días él haberlo encontrado y si que podía estar contento de haberlo hallado, pues mejor sitio que aquel no hubiera podido encontrar por mucho que hubiera buscado, porque aquel era un bonito lugar, aunque el paisaje era raro.
 
Pero que importaba el paisaje, si él estaba acomodado. Por allí cerca corría un arroyo, que iba a parar a un lago, lago divino aquel ¡qué lago! El ermitaño se recreaba en mirarlo, y también alababa todos los días haberlo encontrado.
 
Una perdiz que también allí vivía le hacia compañía, algún pajarillo que otro revoloteaba por el contorno y aquel ermitaño siempre entusiasmado daba gracias a Dios por el sitio que había encontrado.
 
Así paso mucho tiempo, diremos mil años, para que parezca muy largo, la verdad es que no fueron mil años. Pero pasó el tiempo como os digo y se acabo la vida del ermitaño y siguió dando gracias a Dios, de que en aquel lugar la paz hubiera hallado.
 
¿El resultado? :
“El sentirse feliz con cualquier cosa como el ermitaño es un milagro”.