Como un quejido, las piedras del camino crujían al paso de aquel hombre de ciudad, hacía muchos, muchísimos años que nadie las pisaba, solo el aire de aquellas alturas las acariciaba y el agua las cubría permitiendo que ente ellas crecieran flores y líquenes de multitud de colores. Los pasos, cansinos, por falta de costumbre de hacerlo por esas veredas de montaña, llevaban hasta una semi-derruida casa en lo alto de un collado desde donde se divisaba todo el valle.
Se detuvo unos metros antes de llegar, y pudo apreciar lo que el abandono y el paso del tiempo habían hecho de lo que un día fue una sólida construcción. Sus muros casi abatidos, apenas quedaban trozos de pizarra en el techo, la puerta daba la sensación que nunca había existido, y solo la enorme y sólida chimenea de granito permanecía como la recordaba de sus días de niñez. Su tiro se alzaba hacia el cielo, casi al final estaba truncada y de su remate habían desaparecido las últimas piedras. Costaba hacerse a la idea de la distribución que tuvo antaño, pero Joan se acercó hasta ponerse frente a la chimenea y enseguida recordó palmo a palmo todos los detalles de la casa.
Allí, tras la mesa y adosado al muro, la alacena con los platos y algunos cacharros de cocina. En los estantes más alto botes de cristal conteniendo conservas por las que alguna vez había escalado el mueble. En el centro, una enorme mesa rodeada de sillas, el fuego de la chimenea encendido todo el año, unas veces para guisar y las más para dar calor a la casa. Frente a ella se abría una puerta que daba paso al dormitorio de mis padres y que una vez fue también de mis abuelos; junto, una empinada escalera, daba acceso a la parte superior donde estaba mi cuarto, que también un día lo fue de mi padre en su niñez, un lugar despejado donde se almacenaban mil cosas. Era el lugar preferido para mis juegos en los días de lluvia; aquello había sido, por fruto de mi imaginación; cubierta de un barco pirata, campo de batalla entre soldados de infantería, fondos marinos abisales,... En una palabra, los lugares donde ocurrían las aventuras de los héroes de mis libros.
Pero mi lugar por excelencia, mi sitio preferido, era allí, frente a la chimenea, agachado, apoyando mi barbilla entre las rodillas y mirando sin ver el baile de las llamas. Entre ellas podía jurar haber visto pequeñas hadas, estrellas de mil colores, caras desesperadas y rostros donde se dibujaban carcajadas malévolas y sarcásticas.
Mi padre muchas veces con un cariñoso golpe en la cabeza me decía:
- Te vas a dejar la vista mirando tanto al fuego y se te atrofiaran los sesos de tanto pensar y pensar.
Solo la voz cálida y amorosa de mi madre era capaz de sacarme de mis contemplaciones...
- Joanet, vamos hijo, la comida está en la mesa.
Como entonces, me agaché frente a la mole de granito, dejé volar y volar mi imaginación, y los recuerdos volvieron frescos, como si solo hiciera unos momentos que mi padre me había dado el golpe ritual en la cabeza, preludio de la llamada materna.
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...Con mi cara apoyada entre las rodillas rozadas por el juego, unas botas, altos calcetines de lana que me protegían del frío, mi pantalón de pana del que ya casi no se podía saber el color original, camisa de franela de cuadros y un chaleco verde que mi abuela había tejido, poco antes de morir, sentada junto a mi lugar favorito, y que me había obligado a probar más de un centenar de veces entre quejas y negativas mías, esperaba la llamada de mi madre...
Aquel día 24 de Diciembre ya había atardecido, mi padre en la mesa apuraba un vaso de vino, y mi madre iba y venia del fuego a la mesa preparando la cena “especial” de aquella noche. Los dulces caseros y el mantel que se guardaba en el arcón, eran síntomas inequívocos que estábamos ante una celebración importante. Pocas veces al año se sacaba aquel mantel que mi madre recordaba siempre, mientras lo extendía, que su madre lo había bordado para ella, como parte del ajuar.
Aquel día no hubo golpe en la cabeza, mi padre me llamó y me dijo:
- Toma Joanet, hoy es Nochebuena y quiero hacerte un regalo.
Depositó una reluciente moneda en mi mano, y cogiéndome, me sentó en sus rodillas mientras me daba a probar, entre recriminaciones maternas, un dulce de la mesa. Aquel duro de plata que tantas veces había frotado entre mis dedos, hoy pendía de una cadenita protegido por un arete y utilizado como llavero.
Al término de la comida, y con la fantasmagórica luz que dan las lámparas de carburo, mi padre, como otras muchas veces, contaba historias de contrabandistas, de cazadores de osos y de fugitivos de la justicia, que habían atravesado el valle merodeando por aquella casa. Mi madre, sin parar sentada apenas el rato de comer, recriminaba a mi padre:
- Deja al niño, esta noche tendrá pesadillas y no podrá dormir en paz.
Cuando la historia paterna estaba en su momento más crucial, unos golpes en la puerta me sobrecogieron, haciendo que me refugiara junto a él. Mi madre se quedó parada junto al fuego, y mi padre conmigo abrazado a su pierna abrió la puerta. Un hombre con barbas y sosteniendo a una mujer a punto de caer nos dijo:
- Buenas noches, mi mujer se encuentra mal y no hemos encontrado otro lugar más cercano que este para pedir ayuda. Por favor...
Mi padre los hizo pasar, e inmediatamente mi madre ayudó a la mujer que permanecía encorvada con el rostro crispado por una mueca del dolor.
- Venga señora, siéntese aquí junto al fuego y tome un poco de caldo caliente, le ayudará a reanimarse un poco.
Enderezó su cuerpo y una enorme barriga se notó bajo sus ropas, el recién llegado le contaba a mi padre sin dejar de mirar dulcemente a su acompañante.
- Somos de muy lejos y venimos buscando un lugar mejor para que nuestro hijo nazca y crezca con mas posibilidades de futuro, pero los dolores del parto se han adelantado y creo que todo es ya muy inminente, ella casi pierde el sentido cuando vimos a lo lejos el humo que salía de la chimenea de su casa y decidí pedirles ayuda. Espero no molestarles.
Mi padre, tendiéndole un vaso de vino, le dio unos golpecitos en la espalda mientras con una sonrisa le decía:
- Quite, quite, hombre de Dios, han llegado al lugar perfecto, pasarán aquí la noche, o lo que sea preciso..., Montse, -dirigiéndose a mi madre- acuesta a esta mujer y prepara que se quedarán aquí.
Aquello si era una novedad, no era frecuente tener visitas en casa, y menos que pasaran allí la noche. Yo, aún receloso miraba a los recién llegados sin abandonar el “refugio” de las piernas de mi padre. Después de agradecer a mi padre el vaso de vino, el hombre de las barbas tomó de nuevo la palabra:
- Me llamo Pep y mi esposa María, cansados de trabajar en una tierra que no nos da ni para vivir, he decidido marchar a otro lugar donde mi trabajo sea mas apreciado y el futuro de lo que nazca sea mas alegre de lo que hasta ahora ha sido para sus padres. Mi oficio es de carpintero y aunque solo llevo algunas pocas herramientas puedo pagarles su hospedaje con cualquier arreglo que necesiten y que con gusto les haría.
Mi padre, le pasó el brazo por los hombros lo acercó a la mesa y le invitó a sentarse recordándoles que era Nochebuena y que el hospedaje era algo que no tenían que pagar, ni tan siquiera volver a referirse a ello.
Desde el fondo de la habitación de mis padres, se oyó la voz de mi madre que le pedía a mi padre le llevara agua caliente.
- Date prisa Joan, el parto está a punto de suceder... saca del arcón unas sábanas y déjame sola.
Allí, como siempre sentado frente al fuego esperaba no sé qué, mientras mi padre y nuestro invitado fumaban comentando cosas del campo y de la bondad de las tierras donde estábamos.
Durante una pausa en la conversación se oyó el chasquido de una bofetada y a continuación el llanto inconfundible de un bebé. Miré a los hombres que como movidos por un resorte se pusieron de pié y brindaron tomando un generoso trago de vino, se abrazaron y rieron; yo como ya hacía mucho rato, seguía sin entender nada .
La puerta del dormitorio se abrió, y mi madre con una cara radiante de felicidad, anunció... “Todo ha ido bien, tiene usted un hijo precioso, su esposa quiere verle”. El invitado se acercó a mi madre, la tomó por los hombros y con las lágrimas que llenaban sus ojos le dio la gracias pasando al interior de la habitación. Yo continuaba sin entender nada, y sin atreverme a preguntar que estaba pasando.
Mi madre se me quedó mirando con una sonrisa, y cambiando el gesto inmediatamente volvió a ser la de siempre:
- ¿Cómo, aún estás aquí levantado?, Joan, vete con el niño arriba a dormir, yo me quedaré aquí abajo por si hiciera falta algo,¡¡ Vamos, vamos!!... que es muy tarde.
Mi padre me empujo por la espalda, y ambos subimos lentamente las escaleras camino de mi cama. El mascullaba mientras cansinamente alcanzaba el piso superior:
- Jesús, Jesús... las cosas que pasan.... Y además ahora empieza a nevar. Tendremos una Navidades blancas Joanet.
Miré por los cristales de la ventana y efectivamente, una enorme nevada estaba cayendo y lo cubría todo con el blanco inmaculado de la nieve. Miré el reloj de mi abuelo que siempre estaba sobre la mesita de noche y marcaba las 12, 30.... Ya era Navidad.
Apenas acababa de amanecer, una luz violácea entraba por la ventana y mi padre con su respiración fuerte aún dormía a mi lado. Me levanté con sumo cuidado de no despertarlo y me puse de pie frente a la ventana. Había dejado de nevar y todo aparecía cubierto de un albor resplandeciente, las aristas de las piedras mas afiladas eran ahora redondeadas volutas de nieve, y los caminos no se distinguían salvo porque a sus márgenes piedras redondas marcaban su trazado. Mi padre se volvió en la cama y, con cara sorprendida, me pregunto que hacía levantado tan temprano, separó las sábanas y me indicó que me metiera de nuevo en la cama. Pero no me quedaba quieto, las últimas cosas sucedidas en mi casa, en la que nunca pasaba nada, me impedían volver a coger el sueño, muchas preguntas me rondaban por la cabeza.... ¿Quiénes eran los invitados, cómo sería el niño recién nacido, que harían ahora, hasta cuando se quedarían, etc, etc...
De todos esos pensamientos me sacó mi madre con su voz desde abajo...
- Joan baja, algo raro ha ocurrido, baja cuanto antes...
Mi padre y yo nos vestimos en un santiamén, y como dos exhalaciones, bajamos las empinadas escaleras al pié de la cual estaba mi madre con los brazos cruzados en su típica postura de que algo no entendía y le sobrepasaba.
- Esta mañana, cuando me desperté, toque suavemente en la puerta antes de entrar y me quedé extrañada al ver que no había nadie en la habitación la cama estaba como si nadie la hubiera usado, solamente en el barreño de agua encontré estas rosas... ¿Rosas en este tiempo Joan, tú entiendes algo?
Mi padre se acercó al dormitorio donde efectivamente la cama no mostraba signos de haber sido utilizada, nada en la casa hacia notar la presencia la noche anterior de un par de caminantes cuya mujer dio a luz allí mismo. De dos grandes zancadas abrió la puerta de entrada y el silbar del aire y el frío de la mañana fueron las únicas cosas que encontró delante de él...
- Montse, es raro que no haya huellas en la nieve hace mucho que no nieva y sus pisadas deberían haber quedado marcadas.
Efectivamente, como si la palabra de mi padre necesitara corroboración, me acerque a la entrada, escudriñé en todas direcciones intentado descubrir algún indicio que hubiera pasado por alto mi padre. Nada,... pero un detalle si me llamó la atención... el rosal que junto a la puerta tenía plantado mi madre y que estaba podado, aparecía lleno de flores recién abiertas, como en la más florida de las primaveras.
Nunca más volvimos a ver aquella pareja ni nunca más supimos que fue de ellos, con el paso de los años lo que al principio fue un recuerdo se arrinconó en el fondo de la mente y hasta hoy no había vuelto al primer plano de mi memoria mientras agachado contemplaba el fondo ennegrecido de la chimenea
...Lo avanzado de la hora y las rachas de aire frío que entraban por todos los lados de la casa me hizo volver a la realidad, me incorporé y dando una vuelta sobre mi mismo traté de retener aquellas imágenes tristes de un hogar casi derruido. Sería la última vez que lo visitara. No lo había hecho desde que mi madre, viuda y achacosa, decidió venir a vivir con nosotros a la ciudad. Pero ahora que bajaba dejando tras de mi lo que un día fue “mi casa”, notaba como un escalofrío en la espalda que me obligó a subir el cuello de mi abrigo y enfundarme los guantes. Me paré y volví la cabeza para dar el adiós definitivo aquel lugar.
Era día de despedidas, mi madre en el cementerio reposaba junto a mi padre, y yo enterraba los recuerdos de una infancia feliz en aquella visita. Al menos eso trataba de hacer cuando subí... Pero el resultado había sido bien distinto, los recuerdos volvieron con tanta fuerza que algo que no tenia conciencia de haber vivido, volvió a mis pensamientos. He de confesar que a partir de aquel día no se me volvió a olvidar aquella extraña visita y para siempre sobrevivirá en mi, esta Nochebuena tras la cena, mientras permanecemos alrededor de la chimenea contaré esta historia a mis hijos, espero que ellos lo hagan también con sus hijos, y así por toda la eternidad.
Si lograramos retener la verdadera esencia de la Navidad, que hermoso seria el mundo, gracis ALHIPE por tan hermoso relato.