Jacinto Cabrera había sido durante los últimos cuarenta años el que se encargaba de guardar el cementerio de Cuervo Negro y de dar sepultura a los que allí llegaban. El cementerio había permanecido abierto desde 1803, fecha en la que su tatarabuelo paterno había trabajado como sepulturero; toda una generación de cabreras habían ofrecido sus servicios durante casi dos siglos, y con la muerte de Jacinto llegaba el turno de su hijo Justino, el último de los Cabrera; y con él se cerraba el círculo.
Justino era un hombre de unos treinta y tantos años. Fuerte y robusto, de rostro triste y atezado, de mentón saliente y de ojos grandes y saltones. A pesar de su aspecto recio y marcadas facciones, con ese pergeño y una expresión sentimental y agridulce en su rostro se podía ver a un hombre solitario.
No tuvo una infancia feliz, la vida no le había hecho justicia y el único recuerdo que tenía de su padre eran las palizas que sin motivo alguno le propinaba y las secuelas psicológicas que marcaron su carácter para siempre.
Quedaba tan lejos la infancia pareciéndole en suma tan incomprensible y fabulosa. Sin embargo, Justino, recordaba perfectamente todo el dolor y la discrepancia, que ya entonces, en plena felicidad, existía en él. Todos estos sentimientos ya estaban en el corazón del niño, idénticos a los que han quedado: duda, vacilación, cobardía...
Otras veces sólo hallaba los síntomas de una mezquina debilidad de carácter, de una neurosis, que en vida arrastran penosamente millares de almas. E igual que entonces y centenar de veces, Justino vio esos rasgos de su ser, tanto despreciable enfermedad como perfección.
Aunque la posibilidad que el final de la vida física fuera el comienzo de una existencia superior e ilimitada, había dado pie a toda clase de elucubraciones y fantasías por parte de los habitantes del pueblo, e infinidad de leyendas se achacaban al cementerio y a sus caseros en los últimos años.
Esa mañana había amanecido lluviosa y las pequeñas gotas martilleaban sobre el frío metal de la pala; marcando así en el inicio de un invierno arduo en Cuervo Negro. Se podía oír el lamento del viento y cómo con furia agitaba las hojas de lo árboles llegándolos a desmembrar.
Como de costumbre Justino se había levantado muy temprano para preparar un nicho. Esa misma mañana enterraban al que fue el boticario del pueblo. Tenía entendido que había muerto por una de las tantas palizas que le propinaba su único hijo, un joven como él.
Justino se imaginaba mil maneras aberrantes de haber dado muerte al boticario, pensaba que la simplicidad de una paliza no envilecía al artista, es más le hacía parecer idiota. Abstraído por el momento y con la mirada perdida, Justino esperó la llegada del séquito, por un instante se transportó a su niñez, la imagen funesta de la muerte se acercaba inexorablemente. Esta sensación le recorrió el cuerpo como una gota fría: esa misma gota que en su niñez marcó la ruptura de toda realidad tangible con el mundo exterior.
La víspera de Todos los Santos su padre le encerró en el cuarto trastero donde se guardaba todos las herramientas de trabajo. Un lugar reducido y repugnante donde el aire que entraba estaba viciado y casi no se podía respirar.
Justino le oía reír en el exterior del cubículo, mientras él, en el interior de su retiro, defecaba en el suelo, con las heces por sus vestidas: bosquejaba bonitos paisajes de color marrón, verde, amarillo...dependiendo de la alimentación de ese día.
Esa vida era condena y antipatía, falaz y asquerosa; solo heces y escoria. Para soportar callada y heroicamente todos los dolores y humillaciones.
Pero aquellas vacaciones eventuales le servían para sus futuros encuentros con la crueldad dominante de sus semejantes.
Justino había ido demasiado lejos con sus pensamientos. Le resultaba indeciblemente penoso hilvanar y ordenar esos recuerdos. Un estremecedor presentimiento de la última noción, redentora, le produjo cansancio y repugnancia ante su situación.
El séquito se iba aproximando, montados en corceles de frío metal y negro azabache. Con la entrada en escena del mismo, estos recuerdos revividos pasaron a un segundo plano.
La vida les había hecho “Jaque mate” a los que allí estaban, el rey había perecido, pero la partida continuaba: los peones seguían con sus movimientos torpes, los alfiles con sus movimientos diagonales y el caballo, con sus movimientos leales.
El padre profería su sermón, los allí congregados aguantaban de forma estoica la lluvia constante y la perorata del cura. Los efluvios de la tierra humedecida por la lluvia, el crepitar de las gotas de agua golpeando en la superficie de los paraguas.
La tierra tiene hambre, pide el sustento para sus criaturas, el ataúd de madera es descendido a la boca de la madre tierra, la saliva lo está degustando; dentro de poco su cuerpo desprovisto de vida, comenzará a descomponerse tras el último impulso cardíaco y, al cabo de un tiempo, lo que era quedará reducido a un descarnado esqueleto, que a su vez, al final será sólo polvo. Terminando el proceso con la putrefacción de los tejidos y la desintegración de los huesos; siendo pasto de alimento para gusanos.
La tierra ha quedado preñada de él; se ha cerrado el círculo...
Cuando todos se habían ido y no quedaba más que el eco de los sollozos acunados por el viento, Justino meditaba sobre la inevitabilidad de la muerte y el proceso de putrefacción que le seguía, pensar en esto le constituía un buen ejercicio de aceptación de la realidad a la que diariamente se enfrentaba y esta sometido. No entendía por qué el hombre sentía esa necesidad de recurrir a la belleza que proporcionaba el arte para suavizar el atroz sentimiento que inspiraba la cruda realidad de la muerte y de lo que era aquél lugar. Cientos de ángeles y hermosas vírgenes posaban majestuosas, alzándose en bellos pedestales de mármol, que envolvían aquel sombrío y lúgubre paraíso terrenal.
Esa mañana no fue diferente a cualquier otra, aquel día la vida le sabía a desesperación, a insipidez, el día tenía algo de lunes a pesar de ser sábado, cuando hubo acabado de inhumar al boticario recogió su pala y echándosela al hombre comenzó a silbar hasta llegar a lo que era su casa.
El Ayuntamiento de Cuervo Negro había rehabilitado en su día uno de los panteones familiares más antiguos del cementerio propiedad del mismo ayuntamiento, decorándolo para que perdiese la sobriedad, queriéndole dar un aire acogedor.
A pesar del esfuerzo y empeño que pusieron en ello, no pudieron disfrazar aquel triste lugar. Pero Justino no se sentía incomodo viviendo allí, es más, no conocía ningún otro lugar de descanso mejor que aquel, pensaba que detrás de cada pared había un espíritu colosal e invisible, un padre y un juez.
Cuando llegó el panteón dejó la pala apoyada cerca de la puerta donde guardaba las herramientas, la misma puerta que había cerrado su padre infinidad de veces con él dentro, para llevar acabo el castigo que su padre creía que Justino merecía. Sólo eran necesarias quince horas para que éste saliese de aquel cuchitril bueno y limpio, castigado y amonestado naturalmente, pero lleno de buenos propósitos.
Aquel recuerdo le transportó de nuevo a su niñez, esa niñez que recordaba con inusitada tristeza y le dejaba mal sabor de boca; se sentía preso de sus propios sentimientos, y no pudiéndolo evitar, la tristeza le atenazó. Por un momento quiso dejar de lado su pasado y poder disfrutar tranquilo de una taza caliente de caldo casero. Se sentó en un viejo sofá casi destripado y descolorido, y comenzó a beber; pero el último trago ya frío, entró por su traquea a modo de cristales rotos, pudiendo paladear así su legado. Estaba muy cansado y buscó una posición mejor para relajarse; cerró los ojos corpóreos para abrir así los del inconsciente; el pájaro de la felicidad vuela en búsqueda de paraíso perdidos donde el hombre ha desaparecido, donde todo es posible. Sintiendo esa inefable sensación de libertad que el vuelo proporciona, se dejó llevar.
Era en sus sueños un bajel sin rumbo fijo, navegando sin descanso por los mares tempestuosos de la inconsciencia de los sueños. Otros navíos le abordaban, querían privarle de su aliento de vida. Estaba mareado, ahora era una veleta mecida por el viento invernal. La cabeza..., no soportaba el dolor. Todos aquellos crímenes cometidos le bombardeaban el alma y la conciencia. Yacía entregado inexorablemente a sus sensaciones, a sus sentimientos puramente horrendos, dolorosos y humillante: el odio, la compasión para consigo mismo, la perplejidad, la necesidad de explicar, de disculpar sus actos más aberrantes.
Quiso volver a ese sueño maravilloso en el que se encontraba, y el sueño se negaba a volver, pasó una noche horrible. Una diabólica pesadilla oprimía su pecho, crecía hasta el límite de lo insoportable. Entonces se hizo el silencio, una paz azotaba su cuerpo hasta la última extremidad.
En su sueño veía como la vida de los hombres se encaminaba hacía su propia destrucción, los sueños pasados y futuros eran inexistentes ahora. Habiendo tan solo un camino claro, ése que todos recorremos tarde o temprano acompañados de un séquito de chaquetas negras y pétalos de rosas por doquier, ese aroma que en vida nos suele acompañar. Ahora en la muerte nos envuelve.
De nuevo volvió a verse acurrucado, se preguntaba por qué le había castigado su padre esta vez. Solo, con la única compañía de sus heces, poniendo en peligro la poca cordura que aún le quedaba.
Se despertó sobresaltado, con un sentimiento claustrofóbico como si le faltase el aire, de nuevo aquella paz volvía a azotar su cuerpo, le recorrió esa oleada como si se fuese el dolor y la voluptuosidad, se estremeció ante tal sensación, la vida resonaba en él como una resaca, todo era incomprensible. En su boca había quedado un sabor amargo que podía degustar hasta la saciedad.
¡Qué asco de vida, qué fatigas horrorosas, qué pugilato con el destino!.
Intentar cambiar esa truculenta mente que poseía y de la que formaba parte lo quisiera o no, era un error, un completo y vano error que no cambiaría lo que era. Quizá su vida fuera el sofisma, ese razonamiento falso con la intención de confundirle e inducirle al error, donde se le manifestaba todo tipo de pensamientos.
Ese sentimiento de confusión asolaba toda su mente, cuanto más se negaba, con más fuerza deseaba pensar así.
Se sentía lleno de rencor y cobardía un impulso salvaje le hacía pensar en la muerte, ese odio psicótico le hacía reaccionar sin reflexionar; una voz fatídica se instalaba en su mente y socavaba los sesos hasta la propia aniquilación del ser. Le pedía una y otra vez matar.
Se volvió como loco, la obsesión crecía por momentos y se creía en la desesperación más absoluta.
Entre Justino y su padre siempre hubo una implacable y no confesada frontera de incomprensión que les separaba, su frialdad, su cálculo e inequívoca intolerancia, hicieron que Justino intentase comprender a destiempo su infancia desgraciada y la soledad a la que en su adolescencia le condenó.
Tan solo era una célula en su inicio, un óvulo no fecundado esperando a serlo. El líquido amniótico le rodeaba, este le permitía respirar y volar como si estuviera en un espacio profundo, unido a un cordón, ese mismo era el que le anclaba a la vida. La conciencia humana, la percepción de una realidad tangible; y en ese pequeño universo es donde se empieza a crecer a desarrollarse ese pequeño ser.
El parecido que existe entre individuos de un mismo grupo se debe a que poseen una serie de rasgos fisiológicos y morfológicos iguales. Los progenitores transmiten a sus descendientes esos caracteres comunes a través de un único factor entre ambas generaciones, esta semejanza entre progenitores y descendientes se conoce como herencia biológica, el resto de aptitudes las absorbe el individuo a lo largo de su vida, siendo desde la cuna donde empezará a forjársele los diferentes caracteres, gustos, comportamiento, etc. En ello intervienen el ambiente en el que se envuelve el sujeto, sus relaciones sociales, influencias y sobre todo sus padres.
Pero estaba claro que Justino lo tenía todo en su contra, ya desde su inicio estaba sentenciado a ser en lo que hoy se ha convertido. Heredó una psicosis maniaco depresiva, ( La enfermedad bipolar ). Esta enfermedad está relacionada con alteraciones de determinadas sustancias del cerebro, ( neurotransmisiones ), a la herencia, a cambios hormonales y a otras causas. Algunas personas son más vulnerables que otras a padecer la enfermedad por su propia personalidad o según como sepan afrontar los problemas de la vida cotidiana.
La sociedad no había hecho de él más que un ser abúlico y anodino, lleno de conflictos con su propio yo, y sus padre reforzó todo aquello con su incomprensión, intolerancia, humillaciones, y las interminables palizas que acusaba su cuerpo.
Dicen de la primera vez que nunca se olvida, puedes perpetrar crímenes horribles, siendo cada uno de ellos peor y más atroz que el anterior; pero el sabor de boca que te deja el primero nunca se llega a olvidar. Te debates entre el miedo y la cobardía, la razón juega un papel importante. Ese miedo te paraliza, se aloja en el cuerpo y un escalofrío te recorre hasta la última extremidad. Entonces, en ese momento la razón viene a uno intentando persuadir el acto que a continuación vienes a perpetrar.
Tan solo el placer de sentirse y considerarse un ser superior, exento de normas y principios morales, hacían que sus pensamientos más abyectos se agolpasen en su cabeza: la idea de asesinar como forma de superación personal, la búsqueda de la libertad en lo abstracto, la debilidad humana, el renegar de la familia, todo eso constituía en lo más recóndito de su alma una apnea profunda en un mundo de sombras, de sufrimiento perpetuo y locura febril. Deseaba poner fin a esa existencia efímera de la que renegó tantas veces y de la que nunca se sintió dueño.
Justino se sintió parte de aquellos pensamientos con tanto fervor, que mientras pensaba en ello con dejo de lujuria, su inquieto corazón le castigaba ya temblando por la blasfemia.
El sopor de las costumbres era una carga en su patética vida que llevaba a la espalda y le baldaba los huesos. Necesitaba evadirse y un sentimiento lúbico le recorrió la espalda hasta alojarse en su pelvis, posó sus manos con bismuto y se empezó ha acariciar. Su mano iba perdiendo fuerza en el proceso, cerró los ojos y se entregó a sus deseos más lujuriosos y frenéticos. Esa corriente de deseos se establecía por encima de la razón y empezaba a adquirir vigencia, lo que no entraba en sus planes. Se sentía vivificado, esa sensación le reconfortaba y estimulaba su ego.
Los mayores olvidan como son las almas de los niños, pero los niños nunca olvidan..., se decía Justino absorbido por el momento; aquellos pensamientos no eran más que el fruto de su pretensión y orgullo hacía aquel abandono de su ser en manos de una tristeza que le devoraba.
Esa ficción en la que en ocasiones se envolvía era la mejor vacuna para la realidad a la que no quería pertenecer.
¿Quién era él en realidad y por qué era así?, ¿Era él un ser normal o viceversa siendo por tanto lo anómalo lo peculiar en él?. La vida transmitida estaba ahora en él y notó como si volviera a la infancia. El peso del rencor se aferraba con fuerza a sus recuerdos, haciendo que sintiera con presión intolerante como cuando era niño, las garras de la soledad.
Se oyó un golpe secó y un sonido gutural salió de sus labios antes de caer con aplomo contra el suelo. La masa encefálica le resbalaba por la nuca hasta perderse en su espalda. Miraba con confusa perplejidad, haciéndose la sorpresa en sus sombríos ojos, de pronto, la expresión de su rostro cambió de la sorpresa a la beatidud al ver a la niña como yacía inexpugnable sobre la fría tierra mojada que envolvía su frágil y sutil cuerpecillo.
Les habían arrebatado la inocencia junto a la vida, cuando les habían enterrado en la fría tierra...
Sus cuerpos empalados, el campo es otro planeta, se ha metamorfoseado en un purgatorio dantesco, los cuerpos de los niños yacen por doquier, el campo está sembrado de extremidades, son los árboles sin hoja del otoño, cadáver desmembrados,
la oda de los lamentos, la tierra ennegrecida por la sangre y las vísceras de esos despojos humanos. todos aquellos muertos le perturban el alma.
Las ratas acampan a su merced, era un panorama dantesco.
Durante los últimos veinte años Justino cabrera se encargaría de aterrorizar al pueblo de Cuervo Negro. Pero ésta es otra historia....
Leo con inmensa atención en lo que piensa Justino. Y constato con aflicción en que erró su destino. Su oficio fuera enterrador bien a las claras se aprecia: aunque él piensa con ardor que es otra su sapiencia. Filosofa sin descanso en su trato con la muerte, y se goza de su ocaso si le acompaña la suerte. Rememora con tristeza y designio vengativo los golpes que con largueza le infligieron desde niño. Y como el cuento no acaba, y no quiero ser pesado, aquí cierro con aldaba lo qué del tal he pensado. (Retrato de un asesino)