Como no podía ser de otra manera, a la cabeza, iba el “picapollo”. Se trataba del mejor cazador de la zona y lo sabía.
Bajó de su ruinosa camioneta con la escopeta al hombro y, prácticamente sin mirar a nadie, comenzó a caminar hacía el campo esperando que lo siguiéramos. Nosotros, desde el auto de la tía Mary, dudamos un momento pero antes de que se nos perdiera de vista nos incorporamos a la marcha.
No se de quién fue la idea de salir a cazar esa noche pero de un modo u otro, todos participamos con entusiasmo.
Aquél verano fue uno de los últimos que pasamos casi todos en la casa de la abuela. Los menores ya estábamos entrando en la adolescencia y la diáspora se avecinaba.
Se que comí vizcacha unas cuantas veces antes de que la pena por el bicho me impidiera disfrutarlo pero sólo recuerdo una, en casa de la tía Ada, en la cual el pobre animal había quedado tan sepultado en hierbas aromáticas que en realidad sabía más a vegetal que a otra cosa; así es que cuando se planteó la idea de salir a cazar vizcachas, me sumé más que nada para disfrutar de un paseo por el campo en medio de la noche y porque, sin habernos puesto de acuerdo, mi papá y yo planeábamos alguna acción a favor de la pobre víctima.
Por ese entonces el campo era poco menos que un desierto en San Luis, con algunos arbustos espinosos aquí o allá –los llamábamos espinillos-, pastos duros y los “cardo-rusos” plantas, supongo que epífitas, de un verde seco que rodaban de un lado a otro en medio de la polvareda casi permanente.
Mi primo Roberto, armado con la enorme linterna de la abuela, se apresuró a ajustar su paso al del “picapollo” y encabezar así la marcha. Un poco más atrás íbamos papá y yo y, sin darnos vuelta, sabíamos que a nuestras espaldas avanzaban tía María y tío Héctor, por las exclamaciones de ella cada vez que el viento ondulaba los pastos ralos -¡Podemos pisar una víbora!- susurraba casi a gritos.
Oponiéndose a las previsiones del “picapollo”, la luna iluminó generosamente la escena, lo cual no la hacía más clara, como ya se sabe, sino que daba al paisaje un aspecto fantasmagórico e incierto; los espinillos parecían siluetas bordadas sobre el suelo blanqueado, lunar y desnudo. El ruido de nuestros pasos inseguros ahogaba cualquier otro sonido o quizá no lo había.
La tía Ada, que vivía con la abuela en el pueblo, se negó a bajar del auto.
-Me gusta el aire fresco de la noche pero por nada del mundo me meto en ese “tierral”- nos dijo a modo de despedida y allá quedó.
La marcha continuó por varios minutos; cada tanto se prendía la linterna pero la volvían a apagar rápidamente y sólo nos quedaba el ruido de los pasos de los cazadores para orientarnos. De repente, la linterna permaneció encendida en un punto fijo. Papá y yo nos miramos, había llegado el momento de actuar y cuando ya tenía la boca abierta para preguntarle al “pica”, a los gritos, claro, por qué se detenían, un alarido espeluznante nos dejó helados. Nos dimos vuelta y pudimos distinguir perfectamente el vestido claro de la tía Mary que había adoptado una forma extraña, como si un fuerte viento estuviera tratando de sacárselo, aunque no sentíamos ni la más leve brisa.
Nos volvimos, tropezando de preocupación porque la tía seguía gritando y el tío daba vueltas a su alrededor sin saber qué hacer.
- María, ¿qué pasó?
- Esta tonta no vio el espinillo hasta que estuvo arriba de él y ahora no puede salir sin lastimarse más con las espinas -explicó el tío Héctor.
Papá hizo valer su autoridad de hermano mayor y, suavemente pero con firmeza, tomándola de las manos, la fue sacando a pesar de sus gritos y de la sangre que teñía su bonito vestido.
Los pasos del “Picapollo” resonaron a mis espaldas, pasó a nuestro lado sin mirarnos y, con la escopeta al hombro, continuó andando. Parecía furioso. Roberto lo siguió al trote con la linterna apagada y no tardaron en perderse en la oscuridad.
La bocina del auto, que había empezado a sonar en cuanto comenzaron los gritos, nos demostró cuan asustada estaba la tía Ada; confiamos en que la llegada de Roberto al auto la tranquilizaría y, mientras María ponía un brazo en cada hombro de los varones y comenzaba a caminar con dificultad, la bocina dejó de sonar.
El camino parecía fácil pero no tardamos en darnos cuenta de que no sabíamos hacía donde íbamos. Sin el sonido de la bocina no teníamos nada que nos orientara. El paisaje aparecía uniforme a la luz de la luna: espinillos, pastos duros y tierra seca hacía donde miráramos. Por suerte la cosa no duró. La bocina empezó de nuevo, para nuestro alivio más cerca y, además, el inconfundible sonido de un motor que se detenía y otra vez el silencio. El auto se fue y el dedo de la tía volvió a darle al botón. Para cuando llegamos al camino los autos eran cuatro y, como si esto fuera poco, se oía a lo lejos la sirena de la policía.
Ocurrió que el primo Roberto, para demostrar su solidaridad de varón con el cazador frustrado por la estupidez de las mujeres, subió a la camioneta del “Pica” y con él se fue a la casa de la abuela sin decirle una palabra a la tía Ada, la cual, como los gritos seguían comenzó a parar a los automovilistas para transmitir la alarma. La policía llegó preguntando cual era el herido de bala.
En fin, las vizcachas no comieron en paz esa noche, pero por lo menos no tuvieron que lamentar ninguna baja.