No voy a negar ahora, que cuando por primera vez oí su nombre, encendióse una llama en
mi maldito purgatorio de esperanzas renovadas, abono apropiado para mi vida de inacabada voluntad,
incapaz de vencer la somnolienta mediocridad que me atosigaba. Me conformé con mis pírricas
victorias sobre el rutinario forcejeo de los convencionalismos sociales y me entregué al inofensivo gozo de
furtivos amores, casi instantáneos, porque en la segunda cita, una muerte súbita los extinguía. Cuando la ví,
me maldije: está demasiado buena para ser bruja.
.
Ella había expresado el deseo de conocerme porque “sintió”, esta fue su definición, un poema publicado
bajo mi nombre, en uno de los diarios locales, hacía mas de 20 años. Yo no soy poeta. Aunque lo intenté
muchas veces, nunca me satisfizo lo que medio logré hilvanar como tal. Así, que la aparición de aquel
poema de marras, en un periódico local, mas que un inútil acto de mi vanidad, fue un desacato al sentido
común de un amigo que lo llevó a la redacción de aquel diario de provincia. Las circunstancias que llevaron
este poema, después de tantos años, a las manos de Marielena, las ignoro. Además, yo nunca se lo
pregunté.
El salón de la casa de Marielena, elegido para este encuentro, estaba habitado ya por otros invitados que
exhibían una cercana, casi familiar relación con la anfitriona. Yo llegué acompañado de Olga, la
amiga común que sirvió de enlace e hizo mi presentación ante ella y ante las otras cinco personas que se
encontraban allí, felizmente embobadas por aquella hechicera de lo invisible. Al instante, Marielena, con
un exacto movimiento de prestidigitadora, hizo expedita mi incorporación al grupo, ahorrándome las
formalidades que el entrenamiento social impone al recién llegado.
Extraviado en un verde intenso, semiinconsciente y levitando al conjuro de su mirada, atisbé a ver mi
propia alma en la pira ardiente de los sacrificios, propiciados por una pasión insana. Pero yo desestimé el
oráculo de la visión, y terco y ciego e idolátrico, proclamé mi sumisión a esta mujer, cuya lava incesante
de volcán, sofocó mis ridículas pretensiones de conquistador impenitente. Yo lo presentí, ella sería mi
perdición.
Sus invitados eran siete. “Premonitorio y cabalístico”, dijo ella, concentrando todas las atenciones en su
belleza de oficiante cósmica. Agregó: “Pero incluyéndome yo, somos 8, que representa la perfección
materializada. También de la cábala, pero, mucha atención, el 8 no es premonitorio o profético, sino,
revelador de lo existente, del ya y del ahora, y es símbolo sagrado del vínculo, de la conexión etérea y
eterna. Trazando sus colinas gemelas, oímos su irrupción conminatoria: nada es por azar. La perfecta
simetría del 8, su voluptuosidad y lazo ininterrumpido, exhibe la universal armonía de una dualidad que se
complementa: lo cósmico y lo terrenal, lo macho y la hembra, la vigilia y el sueño, la noche y el día, el
amor y el odio, y de manera predominante, la vida y la muerte. El octavo día, desde los remotos tiempos de
las catacumbas y las ceremonias con sangre, fue elegido para los sacrificios y la purificación. Dos tórtolas
o dos pichones de paloma serán ofrecidos, uno de ellos como sacrificio por el pecado y el otro como
holocausto”.
Era imposible, después de aquel manifiesto desde lo arcano, que no fuera ella el centro de todas mis
vibraciones y de aquel recinto, de paredes y espacios exquisitos, habitado por imágenes, lienzos y
objetos dotados del improntum del erotismo, cilindros fálicos y orificios explícitos. Es su casa y su propio
templo y en ese santuario de lo profano, ella es la única deidad objeto de adoración.
Esa noche, ella vestía un conjunto de pantalón y blusa, total inspiración hindú. Blanco y perfecto al
trasluz, el lino era su segunda piel, transparente y generosa, fácil para obtener un inventario de todas las
cosas deliciosas de aquel paraíso provocador, móvil, carnal y sanguíneo.
Con la llegada de mi discernimiento, advertí, cómo el símil con las frutas que
hacemos de las mujeres que nos son apetitosas, es solo un eufemismo para negar nuestra verdadera
naturaleza carnívora y antropófaga. Esta mujer era una incitación ineludible, y
a mí, me provocaba comérmela toda, de la misma manera que algunas serpientes devoran a su presa:
succionándola con paciencia de cámara lenta.
En este mundo, todo tiene su hora, invoqué al Eclesiastés, mientras ella ocupaba
un lugar a mi lado. Sonrió con todo su cuerpo y cuando me habló, también lo hizo así: con su totalidad
corporal anudada al gesto o a la palabra. En ese instante, yo tuve conciencia de mi perdición.
Su viudez apenas cumpliría un año el mes entrante. Su matrimonio había durado doce años y medio. Del
matrimonio quedó un niño de 9 que se encontraba con sus abuelos paternos en los
Estados Unidos. Estos acontecimientos sobre su familia, contados por ella misma, adquirían para mi
una secuencia de nitidez cinematográfica, donde yo casi interactuaba con los personajes de su relato. Yo
estaba asombrado, fascinado y temeroso. Esto último, porque yo tenía la clarísima comprensión, que
esta mujer, había hecho añicos mi voluntad.
Cuando me exigió repuestas sobre mi poema, un incendió se produjo en su mirada y todavía mi corazón
conserva las marcas de aquella conflagración. No se si me creyó. Pero yo le dije mi verdad: yo no soy un
poeta. Ni siquiera, un místico. Adolescente, aliviaba mis desesperaciones leyendo a Tagore o recitando a
Barba Jacob y a Elías David Curiel. Ello representa todo mi territorio ocupado por el misticismo. Hoy
apenas si recuerdo uno de los Pájaros Perdidos de Tagore y ningún verso de Curiel o Barba Jacob.
Estos versos, dispararon su curiosidad. Para mí, por el contrario, carecen de armonía y belleza y además de
profundidad. Es una expresión sorda y torpe:
“... peregrino, ¿cuántos siglos transitando este guión?/
ordena a nuestros padres que sean transparentes /
oye las voces ancestrales pero desprecia al guión /
fascista, autor del guión de Caín y no de amantes”.
Estoy convencido, que todo esto del versito, fue un artificio para acercarse a mí y despojarme, primero del
sosiego y después, completamente, de mi vida. Estoy seguro que ella disfrutaba de mi turbación y
mi desconcierto.
Luego, mis sentidos iniciaron una marcha ordenada, como fanáticos de una nueva fe , comandados
magistralmente por ella, para que todo mi ser se aprestara a abrazar, trémulo y anhelante, la suprema
gratificación precedida de milenarios y ancestrales ritos: caricias intensas pero sin urgencias, balbuceos
gestados en la profundidad de las entrañas y los divinos baños, con abundantes fluidos corporales y
profusa salivación, para la exultante consagración de la carne.
El retiro pagano y la embriaguez de carne fueron interrumpidos al octavo día. Una invasión de susurros y
rezos en voz muy baja, poblaron todos los espacios de la preciosa casa, guarida de gemidos y
fallido reposo. La voz apagada de Marielena, me aclaró el origen del nuevo caos: su
hijo murió, tranquilamente, apoyado en el amor de sus abuelos. Extendióme un papel encabezado con la
leyenda Fax y debajo, también en letras capitales, Wolfson Children’s Hospital, pero cuyo contenido no
descifré por tratarse de un mensaje en inglés .
El carajito murió, dicho por ella misma, engullido por la implacable enfermedad que mató al padre del
niño. Consternada, pero obviamente resignada, no ocultó que la muerte del niño era ya algo inminente y
prevista para esa fecha.
Sus ojos, llameantes otra vez, quemaron mi corazón, pero ahora, con el fuego del terror. Hoy es
el octavo día. Tiempo de revelaciones. Sacrificios y purificaciones.
Yo, enfática agregó, soy emisaria del perfecto ordenador de ese viaje emprendido por la humanidad, hace
millones de años, hacia el mundo de la quietud y ya, mi sangre en tus venas, celebra tu travesía.
Transformóse su voz en una pesada lápida aplastando mi cuerpo inmóvil..
José Lagardera
Santa Ana de Coro,
buena estructura, nacimiento y muerte de un deseo, me gusta alguna el pasaje q usas para pasar entre las lineas