La ciudad iluminada por orden de la alcaldesa resplandecía como un inmenso acuario rebosando complacencia y satisfacción piadosa. Era Navidad. Sus habitantes mostraban un corazón trufado de bondad, parabienes y limosnas generosas.
Gervasio decidió aprovechar la ocasión. Gervasio era holgazán, listo y de mala entraña. Reflexivo se dijo: Una vez al año, no hace daño. A Gervasio, años atrás, lo despidieron de cien trabajos. Además de llegar tarde, nunca entregaba a tiempo los informes que, en calidad de ingeniero técnico, debía realizar. Un día se hartó y mandó a todo el mundo a hacer gárgaras. "Idos a hacer puñetas", se despidió.
Olvidó su empresa. Dejó su casa, abandonó a su mujer. Intentó olvidar a sus hijos. Cambió de tierra. Pero no pudo olvidar su estómago.
Analizó en qué lugares de la ciudad podría obtener mayores beneficios poniendo cara de lelo. Y extendió su mano a los transeúntes, una mano de pobre suplicante en busca del Evangelio.
En la puerta de la iglesia de Santa María, Gervasio extendía su mano derecha mientras con la izquierda manoseaba en su bolsillo las abundantes limosnas recogidas hoy. Era Navidad.
Acabada la colecta, Gervasio se acercó al supermercado próximo y en el puesto del pescado, sin clientes a última hora, señaló las angulas:
-Medio kilo.
-Veinticuatro mil pesetas -indicó la dependienta.
Se dirigió a la estantería de los vinos. Eligió un buen champán: Moët-Chandon. La cajera no salía de su asombro mirando al astroso mendigo depositar las veintisiete mil setecientas cincuenta pesetas sobre la límpida superficie de acero. Por los labios de Gervasio una sonrisa cínica atraía los ojos de la moza.
Ya en la calle, iluminada como un inmenso acuario donde la gente deambulaba arrobada por un misterio antigüo, Gervasio sonreía a los viandantes agradecido y cordial, exagerando su alborozo, guiñando provocador al paquete y la botella que sostenían sus manos de pobre mendicante. Deseó a todos felices fiestas con palabras de puro amor cristiano y, alzando sus brazos de holgazán, listo y de mala entraña brindó:
-¡A vuestra salud, idiotas!