Definitivamente, está visto que no tengo suerte con las mujeres. "Y a Dios pongo por testigo...", ante esta taza de café, de que no será por no haberlo intentado una y mil veces, pues me encanta la caza mayor. ¿Y acaso hay caza mayor que esta? ¿Acaso hay aventura más arriesgada y peligrosa, y al mismo tiempo que ofrezca una mejor recompensa que el estudio de esa, nuestra curiosa otra mitad?
No tengo suerte, me digo, mientras echo uno a uno los tres terrones de azucar de costumbre y revuelvo mi café.
Me encanta el café.
Estiro las piernas, hasta posar los pies sobre el extremo del sofá. Me recuesto, aspiro el aroma de mi café, y mi mirada se hunde entre las chisporroteantes llamas de la chimenea, saliendo por fortuna ilesa.
Recuerdo a mi primera mujer. Curiosamente, ya no me es tan sencillo recordar su nombre. Comenzaba por... A, seguro. ¿Ana? ¿Alicia?...¿Anorexia?
Quizás este último sea el que mejor la defina. Fue hace muchos años, yo estaba en mi primer cuarto de siglo, y ella rondaba los 23. Era un sueño rubio, de ojos azules como el cielo andaluz... tenia todo en su sitio, y en las debidas proporciones áureas. Mirándola ahora, con la adecuada perspectiva que el tiempo y la experiencia nos dan, quizás no fuese ninguna tonteria el decir que tal vez era un tanto alocada, hiperactiva, nerviosa en exceso... Pero en aquella epoca no me pareció asi. Introdujo un ingrediente desconocido en mi vida, el sobresalto, sí. Sin duda.
Pasamos buenos ratos juntos. Lo admito.
Entonces comenzó su problema de peso. Los nervios, el stress.
Acabó por volverme loco.
Recuerdo la noche en la que se me fue. Una noche de otoño, desagradable como ninguna, lluviosa, tormentosa... Mentiría si no dijese que cuando sonó el teléfono ya conocía la noticia que me darían. La habían encontrado al fondo de un precipicio, envuelta en el amasijo de hierros que habían sido una vez nuestro coche.
La echo de menos. La quería.
Como genuino representante de la especie humana que me considero, y para hacer los honores, digamos que me apresuré a tropezar de nuevo en la misma piedra. Con algo más de treinta años, se me presentó la oportunidad de realizar un viaje a los Estados Unidos, la tierra prometida, la tierra donde los sueños se hacían realidad. Y tambien, claro esta, las pesadillas. Tras dos meses de loca aventura por ese país, regresé trayendome conmigo una larga lista de experiencias, y una nueva esposa. Marcia.
Sí, en este caso recuerdo el nombre, ¡cómo olvidarlo! Marcia era especial. Hasta conocerla, nunca había imaginado que las mujeres de color pudieran llegar a ser tan... excitantes. Sí, esa es la palabra. No había terciopelo tan sedoso como su piel, ni chocolate tan dulce como su boca. Cuando la tocaba, podía sentir el fuego cálido que corría por sus venas... y ¿no es maravillosa la física? el calor se transmite entre los cuerpos.
Aún puedo verla, mirándome con esos ojos negros, con su sonrisa blanca como la nieve.
Lamentablemente, nunca se adaptó a la vida en España. Su vida acabó siendo un tormento, una lucha constante contra un entorno hostil, al que nunca quiso, o pudo, pertenecer.
Es curioso, pero creo que nunca estuvo más bella y excitante que el día en el que, ya sin vida, me miró desde el suelo de la cocina, con el contenido de un vaso de disolvente en el interior de su cuerpo de azabache.
¡Marcia, cuánto te extraño! ¡Cuánto te quería!
Es curioso, no puedo recordarla sin emocionarme.
Bebo un sorbo de café, sintiendo cómo el calor inunda mi cuerpo. Casi sin darme cuenta, observo mis manos. Pintura verde. Debería lavarmelas, pues si acaba secando será más difícil de limpiar.
Me da pereza.
La trágica muerte de quien había sido mi segunda esposa me dejó en una situación de desamparo como nunca la había imaginado. Había perdido el norte, me faltaba algo fundamental en mi vida. Necesitaba urgentemente encontrar la estabilidad. Darle un nuevo sentido a mi vida.
Entonces apareció ella. Lo sé, parece el anuncio navideño de una casa de colonias, donde a la chica (siempre a la chica) se le cae algún objeto de su propiedad, un pañuelo, una cartera, y... ¡paf! Cupido hace repentina aparición y ensarta a los tortolitos con una aguzada flecha de pasión.
Lo mío con Jennie fue algo así.
A pesar de lo que su nombre pueda indicar, era española por los cuatro costados. Hija de un diplomático que vivió el feliz acontecimiento de la paternidad estando temporalmente destinado en Londres. A veces me pregunto cómo podía haberse llamado si el papá se encontrase temporalmente en... ¿Mongolia? Jennie...
El flechazo con ella fue más bien un impacto. Mi coche y el suyo. Alboroto, desconcierto y... el resto es historia.
Callada, paciente, reposada. Mi vida con Jennie ha sido como estar en un maravilloso balneario. En ella encontré el reposo que necesitaba tras mis desventuras pasadas. Ella ha sido mi hogar, ha sido el fuego de la chimenea, el calor de una habitación, el abrazo cálido de un edredón, el beso que te desea buenas noches, el brazo que te protege de los malos sueños.
Nunca podré agradecerle lo suficiente lo que ha hecho por mí. Me ayudó a seguir escribiendo páginas en el libro de mi vida, cuando yo ya había creído llegar al definitivo punto final.
Escucho la alarma de mi reloj de pulsera, llamándome. Mi taza esta vacía. Me incorporo con desgana del sofá. Mi pie izquierdo tropieza con algo. Me agacho y lo recojo. Un zapato de mujer. Sonrío para mis adentros y lo arrojo a la chimenea. Mis ojos se vuelven a la pared verde del fondo del salón. Pronto secará.
Es un hecho, no tengo suerte con las mujeres.
Sorprendo una lágrima en mis ojos. No puedo evitarlo, soy un sentimental.
Te quiero, Jennie.
Me encantó, muchas gracias. Adoro los juegos de palabras del tipo: "... y mi mirada se hunde entre las chisporroteantes llamas de la chimenea saliendo, por fortuna ilesa." Acerca del comentario anterior: creo que no entendió el cuento, pensará que el autor es un asesino de mujeres, un asesino serial? Es ficción, no se crea todo lo que lee.