Zarpamos de Norfolk el 25 de noviembre de 1.999 después de cargar en las bodegas ocho mil toneladas de trigo con destino a Génova.
Pese a la época del año, el tiempo bonancible y el mar relativamente en calma permitieron a nuestro granelero, El Almudena, navegar al tope de sus máquinas; dieciséis nudos. Era un buque a cinco años de su botadura matriculado en Panamá, propiedad de una naviera española que aún tiene su Sede Central en la calle Orense de Madrid. Yo había conseguido el mando del buque tres años después de salir de los astilleros.
Una singladura apacible y tranquila, sin mayores problemas que los habituales, me concedió el suficiente tiempo libre para dedicarme a mi afición favorita: escribir, y eso estaba haciendo cuando sonó la chicharra en mi camarote. Aparté la mirada de la pantalla mirando al teléfono con cierta extrañeza. Antes de descolgar comprobé la hora: las 12:54 pm. y pude distinguir asimismo por el ojo de buey que, aproximadamente, a media milla de distancia y paralelo al Almudena un banco de espesa niebla parecía seguir nuestro rumbo sin aproximarse. Esa fue mi primera impresión. Descolgué:
--¿Si?
-- Capitán, suba al puente, por favor, tenemos barco a la vista – comentó Saavedra, el oficial de guardia.
-- ¿Es que se acerca a nosotros? – pregunté, ligeramente molesto por la interrupción.
-- No, capitán, al parecer sigue nuestra misma derrota desde hace media hora y el velero se encuentra justo en el extremo del banco de niebla, pero parece encontrarse en apuros. Sería mejor que le echara un vistazo.
-- Ahora subo – respondí, y grabé todo lo escrito antes de subir al puente.
Al entrar en la cabina de mando me sorprendió encontrar a los tres oficiales de puente mirando con sus prismáticos hacia el banco de niebla. Miré en la misma dirección sin distinguir al barco. Recogí mis prismáticos del armario y los enfoqué hacia la masa nubosa.
-- Vea usted, capitán – me advirtió Saavedra -- está justo a dos millas de nuestra proa.
Miré en la dirección indicada. Bordeaba al banco de niebla casi justo en la línea divisoria, a causa de lo cual parecía nimbado de una aureola fantasmal. Aunque nuestra velocidad era muy superior a la suya no estaba parado, quizá navegara a un nudo o dos que calculé originada por la mitad de la velocidad de la corriente del Golfo y la suave brisa que abombaba sus velas rotas colgando en jirones de las jarcias y de sus palos. Navegaba ligeramente escorado a babor.
-- Máquinas a velocidad de gobierno – ordené sin abandonar la observación. Estaba intrigado por el mal estado del velero.
Indiscutiblemente se trataba de un bergantín, con dos palos y velas cuadradas, amén de una cangreja mayor, es decir, una vela áurica llamada a veces cangreja de popa, y ésta se hallada en la zona de proa, pero el trinquete y el trinquete superior habían volado de las vergas y se habían perdido.
El foque, la vela de estay del palo mayor y la gavia inferior estaban izadas. El resto de las velas se hallaban plegadas. Algunas jarcias se encontraban enmarañadas; otras habían sido arrancadas por el viento y colgaban destrozadas.
La driza superior -una soga rígida de unos 90 m de longitud, usada para izar la vela cangreja- se había roto, y faltaba la mayor parte. Lo más asombroso es que no se veían tripulantes, ni en cubierta, ni al timón cuya rueda se mantenía inmóvil y, sin embargo, no estaban desplegadas las señales de socorro. Los jirones de la bandera de popa me indicaron que el bergantín era norteamericano que, por las formas de su construcción, pertenecía... ¡al siglo XIX!
Imposible – me dije - pero lo tenía ante mis ojos y no podía dudarlo.
-- ¿Qué te parece? – me preguntó Gálvez, mi primer oficial.
-- ¿Qué día es hoy? – pregunté a mi vez, sin dejar de observar al bergantín.
-- 5 de diciembre.
-- Lo sé, pregunto por...
-- Miércoles – respondió rápido.
-- ¿Marcación de derrota? – volví a preguntar
-- 14 millas al NO de Madeira – contestó, para preguntar a su vez – ¿Estás pensando lo mismo que yo?
-- Supongo que sí, pero eso ocurrió hace más de un siglo. Así que...
-- Así que – cortó Javier Gálvez – cuando el capitán David Morehouse describió el encuentro a esta misma hora, el mismo día y en la misma marcación, la visión que tuvo coincide exactamente con la que estamos viendo nosotros.
-- Si hace más de un siglo es imposible que sea el mismo barco – comentó Ansede, el segundo oficial, con cierto enfado – por mucho que coincidan las circunstancias, el velero, la hora, el día y la madre que lo parió.
-- Deberíamos enviar la Zodiac y ver que les pasa – apuntó Saavedra, el tercer oficial, persona menos irascible que su inmediato superior.
Aunque lo indicado por Saavedra era nuestra obligación, ordené primero tres toques de sirena para advertir nuestra presencia antes de detener el buque. Esperamos durante tres largos minutos alguna respuesta. Nadie salió a cubierta en el bergantín para responder.
Nuestro andar se había reducido al máximo que permitía la gobernabilidad del buque pese a lo cual estábamos ya casi a su altura, separados tan solo por no más de media milla. Si tenía que enviar la Zodiac era preciso detener el buque y no me gustaba tener que tomar aquella decisión.
Sin embargo, ningún marino dejaría abandonada a la tripulación de un barco en peligro y aunque el estado del bergantín no se encontraba en situación óptima, tampoco podía decirse que se encontrara en situación alarmante, máxime teniendo en cuenta lo bonancible del tiempo y de la mar.
Dejé colgados los prismáticos del cuello y me giré hacia mis oficiales para preguntar:
-- Bien, señores, ¿alguno de ustedes ha podido leer el nombre del bergantín?
Los tres movieron la cabeza negativamente, pero todos sabíamos que era imposible que aquel barco fuera el que imaginábamos. También sabíamos que si se trataba de dicho bergantín su nombre figuraba con letras de teca en la popa del velero y, sin embargo, ninguno de los cuatro pudimos leerlo.
Asimismo, no ignorábamos que de ser el velero en el que todos pensábamos, a esté lo había hecho zozobrar deliberadamente su último capitán, Gilman Parker, de Wintrhop, Massachusett, en 1.884, estrellándolo en un arrecife de coral cerca de Haití, en las Indias Occidentales, con la idea de cobrar el seguro. No le sirvió de nada porque se descubrió el ardid y fue sometido a juicio, pero no ingresó en prisión debido a tecnicismos legales. Parker murió hecho una piltrafa humana en 1.891. Nadie le otorgó el mando de un barco a partir de aquel juicio.
Por lo tanto, esta era otra razón para convencernos de que, pese a las semejanzas y similitudes con el bergantín que teníamos delante, pese a encontrarse en el mismo lugar, a la misma hora, el mismo día ciento veintisiete años después de que por primera vez lo divisara a la deriva el capitán Morehause, era imposible que un barco zozobrado un siglo antes cuyos restos seguían en el fondo del mar, según pudo descubrirse posteriormente, volviera a navegar.
Se trataba pues de otro bergantín. ¿Pero cuál? Esta pregunta fue la que me decidió a detener el buque. Ordené parar máquinas, lanzar el ancla de arrastre y preparar la Zodiac con su motor Evinrude de 150 CV.
Gálvez, el segundo timonel y dos marineros embarcaron en la Zodiac. Por precaución, mi primer oficial iba armado con un Colt 45 y el segundo timonel con un rifle automático. Rosendo Márquez, el jefe de máquinas, le entregó a Gálvez su walki cuya pareja obraba en mi poder.
La Zodiac, con los cuatro hombres a bordo, cortó el agua como una flecha en dirección al bergantín dejando tras de si una estela burbujeante.
Nuestra primera sorpresa la originó la detención de la Zodiac a más de la mitad del camino.
-- ¿Qué pasa Gálvez? – pregunté por el walki.
Tras una pequeña espera, recibimos una respuesta sorprendente:
-- No veo al bergantín. Ha desaparecido de nuestra vista.
-- Imposible, Gálvez – respondí – lo tienes a doscientos metros.
Otra pequeña espera mientras los hombres de la Zodiac hablaban entre ellos:
-- Ninguno de nosotros lo ve – comentó Gálvez – pero hemos decidido seguir adelante.
De nuevo avanzó la Zodiac hacia el bergantín, esta vez más despacio. Le vimos acercarse a la borda sin disminuir la velocidad. Grité por el walki:
-- Afloja marcha... ¡rápido, Gálvez! ¡Vas a chocar contra él!
No hubo contestación. Ante nuestros atónitos y horrorizados ojos la Zodiac atravesó limpiamente el casco del velero y éste y la Zodiac desaparecieron de repente.
Lo último que escuchamos por el walki, tras cuatro horas de búsqueda, fue la voz lejana de Gálvez entre múltiples interferencias:
-- Sí... es el... Mary Celeste... capitán… no podemos…
Y eso fue todo. Pese a encontrarnos bastante alejados del “Triángulo de las Bermudas”, donde las desapariciones de barcos y tripulantes son frecuentes, nunca más volvimos a ver a nuestros compañeros.
Las investigaciones llevadas a cabo por las autoridades portuguesas de las Azores, el Almirantazgo británico y la Armada Española no lograron descifrar el enigma ni descubrir rastro alguno de nuestros hombres pese a haber realizados una búsqueda en un área superior a los diez mil kilómetros cuadrados.