La arena se extendía en todas direcciones hasta perderse de vista, y por doquier había grandes rocas calizas que emergían del suelo como las cabezas de míticos monstruos en un mar en calma.
No había una gota de agua en kilómetros a la redonda, pero sí montañas, un gran número de montañas bajas y calcinadas por el abrasador sol.
A menudo salvajes vientos levantaban tornados de polvo a través de pequeños pasos excavados entre las montañas.
Y en esos pasos había cuevas, modeladas por el viento y la arena, quienes, al mismo tiempo, producían en el terreno otras tantas formas caprichosas, que hacían del desierto un paisaje aparentemente artificial, casi lunar.
Unos ojos heridos por el llanto, insensibles y cubiertos por largas y canosas cejas, unos ojos que podían haber sido los de un cadáver, contemplaban aquel paisaje.
De pie sobre la arena caliente, un hombre venido de lejos estaba viendo el desierto. Había caminado durante mucho tiempo para llegar allí, y durante esa peregrinación había visto cimas nevadas, mares, oscuros bosques, pero nunca un lugar como el que estaba pisando.
Al fin Kambu Svayambhuva había llegado al lugar donde quería morir. Hacía ya tiempo que su vida era tan sólo sufrimiento, un sufrimiento que surgió en su alma el mismo día que Mera, la esposa que le había dado Civa, murió.
En el juego de brutales contrastes que ofrecía la orografía de las montañas, Kambu distinguió un sendero que moría en una boca cavernosa.
Decidió seguir el sendero y penetró en la gruta.
En el interior, estalactitas y estalagmitas aparecían curiosamente talladas, y un intenso olor a humedad viciaba el aire.
Kambu siguió adelante y unos instantes después salió a un lago subterráneo, alrededor del cual había restos de corrimiento de rocas.
Pero no había sólo agua y piedras.
Enormes serpientes se arrastraban en torno al lago. Y le habían visto.
En lugar de huir, Kambu desenvainó el acero que llevaba a la cintura y se dirigió hacia la mayor de las serpientes. Pero antes de que pudiera hacer nada, ante su sorpresa, el reptil comenzó a hablar:
- ¿Quién eres, extranjero, que te atreves a entrar en las cavernas de los Nagas, los señores de este país?
- Me llamo Kambu Svayambhuva, y soy Rey de los Arya-Deça. Mi esposa, Mera, era la más bella de las mujeres. El mismo Dios Civa me la había dado. Pero ha muerto, y mi vida está llena de desdicha desde entonces. Hace años decidí dejar mi patria para encontrarme con la muerte en el desierto más salvaje que pudiera hallar.
Pues bien, este es para mí el más salvaje. Si deseas matarme, hazlo.
Esperó con calma a que la serpiente lo estrangulase con su grueso cuerpo, pero en lugar de eso, ésta le dijo:
- Jamás oí tu nombre, extranjero, pero has hablado de Civa. Civa es mi Señor, y yo soy el Señor de los Nagas, las serpientes gigantes. Creo que eres valiente. Quédate a vivir con nosotros y pon fin a tu pesar.
Kambu así lo hizo y, viviendo en una de las cavernas, llegó a amar a los Nagas, que eran genios, amaban a los hombres y a veces adoptaban la forma humana.
A cambio del alimento y la hospitalidad que le habían ofrecido las serpientes, Kambu les habló de las bellezas de su país: los grandes y pacíficos valles, donde los hombres hacían crecer el algodón y el arroz, las magníficas ciudades afanosas y felices, las colinas cubiertas de abundante vegetación, los misteriosos bosques.
Pasaron los años y Kambu se casó con la hija del Rey de los Nagas. Había olvidado por completo a Mera.
El árido desierto fue transformado en una fértil región gracias a los poderes mágicos del Rey serpiente, que pronunciando unas extrañas palabras hacía que lloviera. Entonces Civa se manifestó y expresó su satisfacción, y luego las serpientes desaparecieron.
Con el agua llegó la vida, y la transformación se vio completa. Kambu estaba maravillado. Después, de él y de los Nagas surgió una nueva raza de hombres, que habría de fundar el Reino de Camboya.
El Reino de los hijos de Kambu.
beti bezala, badakizu nire iritzia; espero dot ez molestatzea komentario hau egitea. ipuin hau da batez ere gehien gustatu zaidana, beste bi lagunek esan duten bezala primerako ipuina da; besteak ere gustatu zaizkit baina baten bakarrik idaztea hobe dela pentastu dot. beste barik.ziortza