Y es quizás, esta historia, menos simple de lo que parece...

Mientras era un punto verde en la rama, apenas un pequeño atisbo de vida después del invierno, mientras crecía prendada del árbol dispuesto a renacer después de la desolación marrón de los fríos tiempos, pensé que me daba miedo crecer del todo y quedarme a merced del sol y del viento.
Cuando ya fui mayor y disfrutaba de la caricia del aire y de los cálidos besos, llegué a la conclusión que estaba aterrada de perder esta dicha y ser arrancada de la rama –era tan poco lo que me mantenía unida a ella, tan débil mi brazo para aferrarme- para acabar volando desterrada hacia un desenlace triste sobre el asfalto (lo veía desde arriba: una superficie negra, sucia y desolada). Sobretodo, tenía miedo a la caída, al descontrol total, a los sentimientos que me invadirían durante el vertiginoso descenso.
El día que el viento trepó violentamente sobre las ramas para jugar con desenfreno, sentí un latigazo sordo y la suavidad de desprenderme de todo. En lugar de caer directamente, sentí deslizarme por la transparencia del éter, bailar con el aire, girar, subir, caer tiernamente, volver a alzarme con un gesto rápido y seco, girar de nuevo, balancearme… para acabar posándome con ternura sobre una baldosa en forma de flor.

Tan lejos de la verdadera naturaleza, era aquél el mejor desenlace para una simple hoja nacida en la ciudad -tan miedosa, al fin, tan humana-.