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Don Benito llama a la Muerte

Desde que había muerto su esposa, don Benito vivía con su hijo. A regañadientes y porque no quedaba más remedio, sin resignarse nunca, había cambiado de querencia.

Es cierto que el mal de Alzheimer ya había dejado entrever que había elegido su futura víctima. A fuerza de pastillas, cuidados y atención, la familia estaba logrando demorar el deterioro total, pero también y como si lo otro fuera poco, como decía el hijo "papá está vivo a mano", haciendo referencia a las veces que en medio de una crisis del corazón, ya operado y recauchutado, éste había seguido bombeando porque alguno estaba cerca para los brutales masajes que habían prolongado la vida al anciano.

Pero no se moría no tanto por sabiduría doctoril y atenciones familiares sino por testarudo. Le llevaba la contra a la Muerte. Y a todo el mundo... a no engañarse.

Cada uno de los hijos, nueras, nietos, había escuchado la voz profética de la abuela Mercedes protestando y vaticinando: "cuando yo me muera, ya van a ver lo que es entenderse con el viejo éste".

Los aires de "capanga" no lo habían abandonado. Si hasta cuando desvariaba no dejaba de darle órdenes a todo el mundo. Los hijos recordaban la mesa familiar, allá en la estancia, perdida generaciones atrás junto con toda la fortuna heredada: cuando el padre regresaba del campo, se sentaba en la cabecera indiscutida, colgaba el arreador del respaldo y nadie se mosqueaba. Mesa, por otro lado, inmensa, siempre llena de parientes en tránsito, ahijados y ahijadas, de amigos. De amigos que sabían disfrutar del dinero que corría a raudales y que cuando se terminó, los amigos... siguieron siendo buenos amigos. Pero eso ya era protohistoria. La memoria endeble de don Benito ya no lo recordaba. Si ya era difícil llamar a los hijos por sus nombres, acordarse de la cara de los nietos... y entender por qué diablos no podía vivir solo en la ciudad de sus amores. Esto de estar en la urbe inmensa y apurada, con la hija, allá en Buenos Aires, no le gustaba. Y estar en esta otra ciudad con el hijo, la nuera, los nietos y bisnietos, en una casa en la que nunca encontraba ni la salida, ni algún baño, menos.

Pero el hijo, digno retoño tozudo, y la hija apoyando al hermano, con la consigna del médico "no puede vivir solo", lo trasplantaron. Pero don Benito no había perdido su derecho a réplica: protestaba todo el día, mascullaba desacuerdos, amenazaba con fugarse, y decía que ya no más se moriría. Y cada tanto casi lo lograba. Pero como del "casi" nadie se muere, don Benito ya iba invicto por los 88.

Los dos hijos del anciano se ayudaban como podían, socorriéndose con las deudas que el anciano alegremente contraía en cuanto lo dejaban solo, o turnándose en la atención y convivencia, nada fácil de sobrellevar, por otro lado.

Para retardar el proceso de pérdida de la memoria cercana, lo hacían jugar a las cartas, o trataban de que mirase telenovelas para mantener una ilación en los recuerdos al volver a contar los capítulos pasados, o mirar fotografías de distintas épocas de una misma persona. Pero el viejo lo hacía si estaba de humor. Y a no insistir, porque sobrevenía inmediata la invocación de la muerte: ya me queda poco hilo, quien sabe si mañana estoy vivo, éste es el último año nuevo que veo (eso lo había dicho por lo menos los últimos 15 años).

Ese fin de semana viajarían a Buenos Aires: habían logrado que se quedara ese mes con ellos a fuerza de prometerle que si el médico lo encontraba bien buscarían la forma de que volviera a vivir solo.

Pero en la ruta sobrevino el desastre. Don Benito empezó a sentirse mal, perdió el conocimiento, una palidez mortal lo cubrió y su mandíbula cayó exánime. Cuando volvió en sí, aún en el auto y al lado de la cabina del peaje, se ofendió porque tres ambulancias lo rodeaban -no es para tanto, che-. Pero hubo que internarlo en la ciudad más cercana, avisar a la hija que viajase y pedirle a la nieta que fuese hasta la casa a preparar ese regreso apresurado.

Así que al día siguiente don Benito se encontró con que todos estaban reunidos en la casa del hijo: había llegado su hija bebiéndose los vientos con el susto, los nietos atentos a sus deseos, las bisnietas poniendo todo patas arriba como sólo ellas sabían hacerlo, y con él vivito y coleando otra vez para disfrutarlo.

En el almuerzo de despedida a la hija, volvió el chantaje: me muero un día de estos y se acabó. Papá, dejá de hablar de la muerte, ¿por qué siempre empezás con lo mismo? ¿Y acaso no me voy a morir? replicaba inconmovible el viejo.

Y esa vez terció la nuera -Don Benito, déjese de jorobar con la Muerte. Usted la llama a cada rato. Tanto, que un día de éstos le va a dar el gusto. Pero cuando venga, usted no la va a atender porque con el sueño pesado que tiene no la escuchará.

En medio de la niebla, algo se movió. Un ramalazo y un destello en metal afilado. La capa flotaba casi suelta, poca carne había para que abultase abajo.

La huesuda tambaleó, buscando en la oscuridad la dirección del llamado. Hacía rato que sentía su nombre invocado, pero había tanto trabajo en las carreteras y en los semáforos en rojo que no daba a basto para atender la invitación.

Volvió a escuchar. Y pensó que cada vez le costaba más oír y ver. ¡Que no digan que estoy bichoca! murmuró enojada. Pero se dio cuenta de que sus reflejos ya no eran los de antes. Vacunas, antibióticos y profilaxis habían hecho estragos en sus poderes.

-¡ En fin, se hace lo que se puede y como se puede! se consoló. Prestó más atención y supo entonces de dónde venía el llamado. Se arrebujó en la capa, cambió la guadaña por una navaja y acudió a la cita.

Carolina, la nuera de don Benito, estaba sirviendo esa tarde el café con leche al anciano. Todos habían salido y tardaban en regresar. Puso la taza humeante delante de su suegro cuando sonó el timbre.

Terminó de atenderlo y se apresuró a abrir la puerta de entrada, pensando que el marido había olvidado la llave. Abrió sin fijarse, apurada por un nuevo timbrazo. Sólo alcanzó a ver un puño cerrado sobre una navaja, que se abatió sobre ella.

Don Benito siguió tomando su leche, ajeno a todo, sin darse cuenta de que el "Loco de la navaja" como lo llamaba el periodismo, ya se había ido.
Datos del Cuento
  • Categoría: Misterios
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