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Despertó atontada, como le sucedía desde hacía varios meses, al abrir los ojos inclusive quien era y donde estaba eran datos difíciles de saber. Luego de unos minutos, la realidad la golpeaba como un látigo y deseaba sumirse en el letargo de la inconsciencia. Desde hacía tiempo, debía tomar pastillas para dormir, las cuales robó del botiquín de su madre. A esto atribuía sus lagunas mentales, los largos ratos de desorientación, e inclusive la amnesia que últimamente estaba teniendo.
Salió de la casa y comenzó a caminar hacia el muelle, le gustaba mucho sentarse ahí completamente sola y tratar de olvidar eso que tanto la lastimaba, al grado de no permitirle respirar. Tenía la sensación de que se ahogaba, necesitaba escapar del dolor como le fuera posible.
Intentó distraerse y volteó hacia su casa, era muy hermosa, rodeada por árboles frutales, buganvilias y rosales, con acabados de madera y hermosas ventanas de piso a techo que casi se cubrían con espesas enredaderas. Desde la orilla del muelle podía observar cada detalle de la hermosa casa y al mismo tiempo ver el lago que se encontraba a sus pies, con el agua azul oscuro y las hojas de los árboles flotando apaciblemente sobre él. En aquél lago era en donde antes pescaba con su padre. En el muelle a orillas del lago era su lugar favorito porque amaba aquellos recuerdos, siempre lograban traerle un poco de paz.
De pronto se dio cuenta de que Román estaba ahí, él comenzó a hablarle sobre la noche anterior, de la cual ella no recordaba nada. Le habló sobre el auto, aquel hombre, toda la sangre… Verónica no quiso oír más. Se levantó lentamente y abandonó el muelle.
Al llegar a su casa decidió preparar el desayuno para Anna, sabía que se molestaría con ella si al despertar no lo encontraba listo, así que sacó una sartén y lo puso al fuego con un poco de aceite. Román entró a la cocina, tenía un cuchillo en la mano, pero Verónica decidió no hacer caso de su presencia, se dirigió al refrigerador a sacar un par de huevos y un poco de tocino.
Román clavó el cuchillo en la mesa, el ruido asustó a Verónica, pero ni siquiera volteó a verlo. Él se sentó a la mesa y se dispuso a terminar la historia que comenzó en el muelle. Le contó de nuevo sobre el auto, sobre aquel hombre, toda la sangre... Se sentía aterrorizada al escuchar semejante historia, pero lo que más la asustaba era que Román le decía que estaba con él cuando sucedieron las cosas y ella no recordaba nada. La única forma que encontraba de eludirlo era dejarlo hablando solo en la cocina, abandonó el desayuno y subió rápidamente las escaleras. Quería alejarse lo más posible de Román o por lo menos hasta la noche, cuando sabía que sería imposible.
Abrió la puerta de su cuarto y ahí estaba Jo, llorando de nuevo. Ella siempre estaba llorando ahora que lo pensaba. No quiso interrumpir, así que cerró la puerta y se dirigió al cuarto de sus padres, volvió a sentir un golpe de dolor al entrar y verlo, pulcramente ordenado, tal como le gustaba tenerlo a su madre, pero carente del calor y la felicidad que existían cuando ella estaba en él. Hacía seis meses ya que estaba así, frío, solo, deprimente, desde que sus padres tuvieron aquel horrible accidente en que su auto se salió del camino y murieron. Se echó en la cama y tomó el libro que se encontraba en la mesa de noche, “Cumbres Borrascosas” se leía en la tapa.
Anna entró al cuarto, la rubia de ojos azules y labios color carmín se veía molesta; Verónica se quedó observando su mirada de odio, pero luego se distrajo por las vendas que rodeaban sus brazos; sabía perfectamente lo que significaba, seguramente encontró las navajas que ella escondió debajo de los tablones del suelo y se había cortado de nuevo.
De pronto Anna comenzó a gritarle, tenía hambre, y cuando bajó, lo único que encontró fue a Román con un cuchillo ensangrentado y la sartén con aceite.
Verónica decidió ignorar sus gritos y bajó las escaleras, se dirigió a la cocina y termino de preparar el desayuno, esta vez, ignorando completamente a Román.
Anna se sentó a la mesa y comenzó a desayunar, Verónica se quedó a observarla comer, las dos intentaron ignorar al despeinado sujeto sentado a su lado que jugaba despreocupadamente con un arma homicida.
Ya eran las once de la mañana, seguramente Jo ya habría dejado de llorar, así que Verónica se levantó de la mesa y fue hacia su cuarto, con la esperanza de que estuviera en otro lado.
Al llegar a la puerta del cuarto, se detuvo para abrir silenciosamente. No había nadie adentro así que se apresuró a sacar un par de cosas que necesitaba, de pronto vio por el rabillo del ojo y ahí estaba Jo. Sostenía un oso de felpa y tenía los ojos rojos e hinchados de tanto llorar. Pasó junto a ella y le pegó en el estómago, el sonido fue sordo y fuerte, Verónica cayó al suelo y comenzó a arrastrarse lentamente hacía el pasillo, a pesar de que apenas podía respirar hizo el esfuerzo, pues sabía que si se quedaba, la seguiría golpeando. Una vez en el pasillo escuchó como Jo azotó la puerta, no podría sacar sus cosas, pero al menos se sentía a salvo.
Luego de un rato tirada en el pasillo logró incorporarse, se dirigió al piso de abajo y recogió la lista del súper que Anna le dejó en la mesa. No tenía ganas de ir hasta el pueblo en este momento, pero hacían falta varias cosas para hacer la cena y ya le era suficiente la violencia de Jo, no necesitaba aparte los gritos de Anna.
Se subió a su bicicleta y comenzó a pedalear hacia el pueblo. Como deseaba cumplir 18 y obtener su permiso para conducir, así no tendría que gastar una hora de su vida pedaleando esa estúpida bicicleta que tanto odiaba, podía en cambio, usar el auto de su madre, ese hermoso Mustang 68 color negro que tanto le gustaba. Solo faltaba un año, no tendría que pedalear mucho más.
Al llegar a la tienda entró rápidamente como siempre lo hacía, puso todo lo de su lista en una de las canastillas que ofrecían en la entrada y se formó en la caja, cuando fue su turno, le dio un billete a la señora detrás del mostrador y en cuanto le regresó su cambio salió disparada por la puerta, no quería hablar con nadie pues sabía que las personas solo le tenían lástima, claro, pobre niña huérfana. Pero no era una pobre niña huérfana, no necesitaba la compasión de nadie, ella sabía cómo valerse por sí misma, además, no estaba sola….
Puso las cosas en la canastilla y pedaleó su regreso a casa lo más rápido que sus piernas le permitieron. Al llegar, el plato de Anna seguía en la mesa, pero no había señales ni de ella ni de Román. Se apresuró a arreglar las cosas, lavar los platos y limpiar la cocina pues a pesar de que su madre ya no estaba, sabía lo mucho que les agradaba a ella y a su padre tener una casa limpia y ordenada, de modo que siempre estaba pendiente de hacer lo necesario para mantenerla así.
Una vez que terminó, se dirigió al cuarto de sus padres, ya eran las 3 de la tarde, le agradaba tomar una siesta más o menos a esa hora todos los días recostada en su cama. De algún modo eso la reconfortaba, la hacía sentir cerca de ellos, aunque bien sabía que ya no estaban ahí.
Se acostó en la cama con cuidado, intentando no hacer ruido para que nadie se percatara de su regreso, lamentablemente a ellos no podía esconderles nada y de pronto Román entró en el cuarto.
Le advirtió que no quería molestarla, que si quería seguir en negación a él le daba lo mismo, pero quería informarle que la esperaba a las 8 de la noche en el garaje, que por más que lo odiara, era un mal necesario. Salió por la puerta y Verónica se echó a llorar; cada vez que se veía con él en el garaje, las cosas terminaban mal, ella no lo recordaba nunca, pero él se encargaba de que conociera todos los detalles a la mañana siguiente. A veces no sabía si eran solo cuentos para asustarla o si en realidad hacían todo lo que él decía.
Cuando dieron las 8 de la noche, ya había preparado la cena para Anna y aunque quería subir a su cuarto y dormir, Román llegó y le dijo que no olvidara su cita pues era muy importante. Ella quiso negarse, pero él la tomó del brazo y la sacó fuera de la casa. Un terror frío, se apoderaba de ella cuando eso sucedía, era tan grande el miedo que sentía que la paralizaba completamente, quedaba a merced de él, nada podía hacer para defenderse.
Despertó totalmente aletargada, tenía mucho frío, y cuando estuvo más consciente se dio cuenta de que no estaba en su cama, estaba en el muelle. El viento frío del amanecer la había despertado, de pronto se percató de algo que la hizo temblar de pies a cabeza: su ropa estaba toda ensangrentada y sus manos, completamente llenas de sangre seca. Rompió en llanto, la angustiaba no recordar nada de lo que había sucedido, tocó su cuerpo, pero no, ella no estaba herida, era sangre de alguien más.
Escuchó junto a ella una risilla malévola y apagada, volteó rápidamente y era él, siempre era él. Román estaba a su lado, y con voz entrecortada, más por el miedo que por el frio, comenzó a preguntarle qué había sucedido.
Él la miró como siempre lo hacía, penetrante, dominante y comenzó a contarle que la noche anterior salieron como otras noches lo habían hecho ya, entraron a un bar y encontraron a un tipo iluso al cual le gustó ella, se apegaron al plan, y cuando el extraño le invito una copa, ella le sugirió ir a otro lado. Una vez que estaban en su auto, donde Román se encontraba, Verónica le pidió que fueran a un lugar apartado para estar solos. Bajo la influencia del alcohol, y con los sentidos aturdidos, el hombre aceptó y pronto se encontraron cerca del lago. Cuando se descuidó Román lo asesinó despiadadamente con su enorme cuchillo, le amarraron algo pesado al cuerpo y lo tiraron al lago.
Román le explicó que esta vez, a diferencia de las otras, ella no quiso llegar a su casa y asearse, se encontraba muy cansada y se quedó dormida en el muelle, por eso estaban ahí esa mañana.
Como autómata se levantó y camino hacia la casa, llegó y se metió directamente a la ducha, en seguida metió toda la ropa a la lavadora, esperando que eso la hiciera olvidar el horror que estaba viviendo.
Ni siquiera recordó que Anna se molestaría si no le preparaba el desayuno, ni se preocupó de que Jo la encontrara y la golpeara nuevamente.
Estaba totalmente aterrorizada, casi en shock luego de darse cuenta que los cuentos de Román para asustarla no eran solo cuentos, si no la realidad en que se encontraba.
Entró sigilosamente a la cocina y ahí estaba Anna, molesta porque tenía hambre, rápidamente le preparó algo y subió a buscar a Jo. La encontró llorando sobre la cama de su madre. Se detuvo callada en el quicio de la puerta y pensó si esta sería su vida de ahora en adelante… Cumplir las exigencias de Anna, aguantar el llanto interminable y las agresiones de Jo, y lo peor de todo, lo más terrible de todo, seguir ayudando a Román a cometer esos terribles asesinatos. Algo tenía que hacer para cambiar esto, Pero qué….
Decidió apartar de su mente esos desdichados pensamientos al menos por un rato y comenzó a leer su libro. Tenía que aceptar que Emily Brontë realmente lograba sacarla del infierno que era su vida, mostrándole el sufrimiento de alguien más. Leyendo ese libro en particular lograba perderse y recordar tiempos mejores. Su madre se lo había regalado un par de años atrás para su cumpleaños, y no comenzó a leerlo sino hasta que ésta falleció, hasta que significó algo para ella.
Verónica se quedó dormida luego de que leyó un par de hojas más. Al despertar vio el reloj asustada, eran las siete y cinco, tenía poco tiempo antes de la hora en que se veía con Román, la funesta hora del día. Bajó las escaleras con rapidez y se puso a hacer la cena. De pronto Jo estaba parada detrás de ella, su corazón se detuvo por un segundo y se quedó inmóvil frente al pedazo de carne que estaba en la sartén. Jo sacó un jugo del refrigerador y volvió a subir las escaleras, esta vez sin hacerle daño.
Verónica no entendía por qué siempre estaba tan triste y enojada, todo al mismo tiempo, pero prefería no preguntar. En esa casa las respuestas eran siempre más horribles y dolían mucho más que las incógnitas.
Terminó de hacer la cena al cuarto para las ocho, respiró hondo y sonó la campana que Anna le dio para indicar que la cena estaba lista. Ésta apareció de pronto en la cocina con sus labios pintados de color carmín; se veía feliz de tener la comida a tiempo. Se sentó a la mesa y Verónica se sentó a su lado, nerviosa pues ya eran casi las ocho.
Justo a las ocho bajó al garaje y vio a Román recargado en el Mustang 68 de su madre, pero eso quedó en segundo plano. Detrás de la puerta, en la pared, había un gran espejo. Vio sus ojos rojos e hinchados de tanto llorar, su boca color carmín, sus brazos envueltos en unas vendas blancas, el oso de felpa en su mano izquierda y el cuchillo con la sangre, ahora seca, en su mano derecha.
Sintió como si agua fría le cayera en el pecho, mientras recordaba aquella noche lluviosa hacía seis meses, cuando tuvo una horrible pelea con sus padres pues ella no quería asistir a los superficiales eventos a los que los invitaban. Su padre se enojó mucho y le dijo que si quería quedarse lo hiciera, pero que no saldría en varios meses. Verónica corrió hacia el garaje pues no quería que se fueran, así que se deslizó hacia la parte de abajo del auto de su padre y con unas pinzas cortó todos los cables que le fue posible hasta que cortó uno que derramó un líquido amarillo claro y supuso que eso sería suficiente para que el auto no funcionara y no se pudieran ir.
Grande fue su sorpresa cuando el auto arrancó y sus padres se fueron. Más tarde recibió una llamada, el auto de sus padres se quedó sin frenos, lo que provocó que se salieran del camino, volcaran y murieran en tan terrible accidente. Aparentemente una fuga en la manguera de los frenos, había dicho el Oficial que le dio la noticia. Ella sabía que era su culpa, ella había matado a sus padres, pero no podía decírselo a nadie. Estaba encerrada dentro de sí misma, aislada del mundo, pero aún así no estaba sola, estaban Anna, Jo, y Román.
Con movimientos torpes y rutinarios, tomó las llaves del Mustang 68 de su madre y se subió al vehículo. Ya no importaba, a la mañana siguiente la estúpida Verónica ya lo habría olvidado, no importaba lo que ella quisiera, de momento él tenía el control.
Acomodó el retrovisor y una sonrisa torcida se dibujó en su rostro. Encendió el motor, arrancó el auto y se perdió en la oscuridad de la noche.
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