AMBOS SE CONOCIERON navegando incansablemente por la red. Agapito era mudo y parecía la versión desmejorada de Frankenstein: cabeza rapada y descomunal, frente abultada, ojos saltones, dientes de conejo que sobresalían de una enorme boca abierta, cuerpo endeble y una barriga prominente que temblaba como una gelatina.
A Margarita le faltaba la mitad del cuerpo, de la cintura para abajo. Tenía una palidez cadavérica, estaba confinada a una silla de ruedas y escribía rápidamente en su computadora con la gracia y maestría de una pianista rusa. Su voz era hermosa, meliflua, pausada y clara y no correspondía a la imagen que se tenía de ella. Exhibía además el cuerpo de una niña frágil y despatarrada como el de una muñeca rota.
Fue un amor al primer click, después de un casual intercambio de mensajes en uno de los tantos chats que ambos frecuentaban para huir del asfixiante abrazo de la soledad. Se gustaron desde sus primeras frases escritas y descubrieron con sorpresa que pensaban casi igual.
Y desde ese día, hablaron hasta altas horas de la madrugada de la armonía del universo, de los indignos sufrimientos terrestres, de la necesidad de restablecer la vigencia de la belleza y la bondad, de los sucios intereses que mueven a los narcotraficantes y a los vendedores de armas, y también de la abrumadora generosidad del espíritu humano que algún día terminaría por imponerse en nuestro planeta.
Leían sumamente sorprendidos sus mutuas respuestas en las que encontraban que poseían una visión común del mundo y sus miserias, aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes.
Descubrieron que eran el uno para el otro, dos almas gemelas que se miraban en el mismo espejo, y que eran además un par de hermanos siameses que habían sido separados inexplicablemente por la vida.
Durante meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual.
Sin embargo, un día él decidió enviarle la foto escaneada y digitalizada del galán de una revista de modas. Ella le retribuyó con la imagen de una esbelta bailarina que sacó de un viejo almanaque.
Agapito le escribió almibarados versos de amor que ella leyó temblando de embeleso y en un estado de éxtasis parecido al orgasmo. Margarita le envió canciones con su propia voz, y él lloró de emoción al escuchar esa maravillosa música que brotaba del corazón.
El le narraba con gracia los pormenores de su agitada vida social, y de los desfiles de modas en los que participaba como modelo altamente cotizado, burlándose agudamente de los diseñadores mediocres y afeminados. Ella le enviaba descripciones muy detalladas de sus constantes giras artísticas por el mundo con famosas compañías de danza.
Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Quizás porque en el fondo, pero muy en el fondo de sus corazones, sospechaban que su amor sólo era posible en un mundo de fantasía y engaño.
Pero un engaño que no hacía daño al otro sino que mas bien se esforzaba cada día por presentarlos cada vez más buenos y más bellos a fin de hacer feliz a la persona que suspiraba al otro lado de la línea.
Y así pasaron los años en los que ambos se empalagaron de encendidos emails de amor, de promesas de amor eterno y de migajitas de felicidad. Y constantemente le agradecieron a la vida por haber permitido que alguien se hubiera enamorado de la imagen que ellos crearon de sí mismos.
Fue obviamente un amor de sueños y ensueños (¿pero qué otra cosa es el amor?), de mensajes, de versos, de canciones, de fotografías prestadas, y de falsas esperanzas.
Fue un amor en el que ambos exageraron sus virtudes y minimizaron sus defectos para agradarse mutuamente, y al hacerlo se recrearon a sí mismos hasta volverse perfectos.
Fue un amor virtual, mucho más real del que presumen algunos, y en el que la belleza y la fealdad, la bondad y la maldad, son categorías relativas que se entremezclan entre sí.
Fue un hermoso y tierno amor, como en los cuentos de hadas, y como los que a veces suelen acontecer en ese lugar que llamamos Internet.
Es un cuento fabuloso y sumamente esntretenido cuya acción no decae jamás.