El postrer personaje de esta isla es Dieter Poyato Fowler.
Un tipo seco, de carácter seco y de físico seco. Adoraba la ginebra.
En cuanto se hizo mayor de edad, comenzó a desayunar ginebra con café soluble instantáneo. Antes la prefería con colacao, que era como más infantil y dulcecita..
A Fowler la vida no lo había tratado bien, arrastraba un montón de estigmas el pobrecillo, que le pesaban como un yunque en el ánimo.
Sólo toleraba un poco a Pepe Paco Svenson. Todo lo demás lo odiaba igual.
Pensaba a menudo en el suicidio y si no se había quitado aun la vida era por que no acababa de encontrar el momento.
Persona de mala estrella, Fowler.
Ya nada más cumplir su primer año, unos parientes le regalaron un Mickeymouse de trapo y le mordió estando dormido.
Ya no volvió a jugar nunca más.
Años más tarde se declaró insumiso a la llamada del ejército, porque detestaba las armas desde que a los cinco años, en una fiesta de fin de curso, los niños de sexto le dispararon con un lanzagranadas, ocasionándole una grave lesión de columna.
Estuvo imgresado hasta los 14.
El personal médico de servía la comida fria, tarde y sosa.
Las enfermeras del turno de noche lo tiraban de la cama al suelo para echarse ellas unas cabezaditas, y él se quedaba tiritando como un cachorro.
Las intervenciones quirúrgicas se sucedieron a la par que los fracasos, hasta que el incapaz equipo de cirugía tuvo que recurrir al doctor Mec.
Cuando el doctor Mec metió baza en el asunto, la columna vertebral de Fowler estaba ya podrida al cincuenta por ciento y el galeno acabó resolviendo la extracción de lo dañado y la implantación en su lugar de una pata de cigüeña, que mientras aguantase, aguantaría.
Fowler era misógino además, porque su madrastra lo emborrachaba todos los domingos desde chiquito, para que divirtiera a las visitas de su casa con alegres payasadas.
Al poco de que le dieran de alta en el hospital, buscó refugio a su desamparo en un colegio religioso, de cuyos tutores no obtuvo sino golpes y tortura sicológica.
Pertenecían a una orden penedictina muy proclive al abuso de los fármacos y el faloteo.
Así Fowler, el desdichado, se hubo de ver vejado contra su voluntad de docenas de ocasiones y contra un confesonario tres o cuatro.
Disfrutaban aquellos sátiros frailes flagelándolo con un azadón.
El pobre mozo se forjó en la desconfianza y el recelo.
Tampoco creía en la sociedad laica desde que a los diecisiete años, le preguntó por favor a un tipo que pasaba por la calle, si le podía decir la hora, y éste le aseguró que las 4,35h, cuando en realidad habían tocado ya las 5h.
Fowler estaba marcado por las vilezas del mundo.
Por eso no es raro verlo hablando solo, incluso discutiendo, por las esquinas del pueblo con su aspecto seco y sus gafas negras.
Nadie consigue hacerlo ir al oculista, desde que a los veinte años mas o menos, lo raptaran unos extranjeros para venderlo a un laboratorio clandestino en el que se experimentaban las reacciones de un sinfín de productos químicos sobre las pupilas de ratones blancos, monos ilegales, conejos y Fowlers.
Cuando logró escapar escondido en la basura, pasando fácilmente inadvertido, ya estaba casi ciego y no tuvo más remedio que adaptarse a la dependencia de un bastón y un perro guia.
Ese animal fue el único ser en el que Fowler había llegado a confiar.
Lo fue hasta que un dia que estaba paseando por la feria del pueblo, unos feriantes desaprensivos, aprovechando un descuido, le cambiaron su magnífico ejemplar de pastor alemán, por un chacal viejo, tiñoso e hidrofóbico que lo dejó tirado en el primer paso de cebra, no sin antes comerle medio tobillo.
Fowler, ignorante del cambiazo, aberra desde entonces de todo aquello que le huela a perro.
Al cabo de unos meses, mejoró ligéramente y logró recuperar el 30% de su visión. Aunque, entre retenciones, impuestos, gravámenes y demás mandangas fiscales, se le quedó en un escaso 17%, y vas que te avías.
Fowler odiaba la burocracia casi tanto como a los perros.
Así que, decidido y asqueado, se cortó las orejas como Van Gogh, se compró un embudo de su talla, se lo calzó en la cabeza y se lió a blasfemar con un megáfono.
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Y ahora, una vez descritos los personajes y situados en la isla, ya que los he dibujado creo, con suficiencia, y teniendo acaso a algún lector expectante, me hallo sorprendido por una situación en la que no pensé ni por un instante cuando emprendí el inicio de este relato:
Con toda la honradez de que soy capaz y con el más hondo de lo pesares en mi corazón, debo confesar y confieso, que soy absolútamente incapaz de tejer un cesto con semejantes mimbres.
FIN