Pasado el Canal de Panamá, hemos atracado en Tamaco, Colombia, para descargar. Ocho horas más tarde entrábamos en aguas territoriales ecuatorianas. Cruzamos frente a San Lorenzo, Esmeraldas, Manta, Salinas navegando entre Posorja y la Isla de Puna en el Golfo de Guayaquil para repostar en la refinería de la gran ciudad, después de descargar y cargar mercaderías para Puerto Bolívar, último de Ecuador antes de entrar en aguas peruanas.
A babor quedan las fronterizas ciudades de Aguas Verdes y Tumbes y, después de Talara, llegamos mediada la tarde a Paita.
El Océano bien merece el nombre que Magallanes le puso, pues más pacífico no pudo mostrarse durante nuestras singladuras, aunque, cuando ruge y se encrespa, puede ser tan irascible y traicionero como una mujer despechada.
En todo esto pienso yo esta noche sentado ante mi portátil mirando por la circular abertura del ojo de buey de mi camarote el estrellado firmamento que tal me parece un manto de terciopelo azul marino tachonado de diminutos diamantes blancos que refulgen parpadeando intermitentemente, quizá asombrados de nuestra insignificante minucia ante la portentosa inmensidad del Universo.
En la lejanía, la ya tranquila población de Paita con su pequeño puerto, cuyo calado nos ha obligado a fondear a más de media milla, permanece silencioso, abandonado del tráfago marítimo diurno de las gabarras de carga y descarga que han cesado en su ir y venir permaneciendo inmóviles amarradas a sus norays.
El amortiguado runruneo del generador auxiliar de la sala de máquinas que ilumina el buque, me circunda como un lejano murmullo de colmena en el nocturno silencio de la noche y la sosegada paz de la bahía de Boyavar.
Veo las lejanas e ictéricas luces de las farolas del malecón, amarillentas, famélicas de fluido eléctrico, que espejean su luz en miríadas de laminillas doradas en las tranquilas aguas del apacible puerto y siento la suave ondulación del mar acariciando las cuadernas del buque con leves y cadenciosos chasquidos que me recuerdan los besos de una mujer enamorada que la brisa marina se complace en revivir en mi loco sueño de ti, acariciando mis mejillas.
Al mirar la blanca esfera luminosa de Selene, reflejándose en el líquido piélago marino, a mi memoria acude, como la voz amarga del dolor, la última estrofa de la “Melancolía” de Agustín de Foxá:
Y pensar, que no puedo en mi egoísmo,
Llevarme al sol, ni al cielo en mi mortaja;
Que he de marchar yo sólo, hacia el abismo.
Y que la luna brillará lo mismo,
Y ya no la veré desde mi caja.
Noto en mi alma la angustia de la soledad, la tristeza de mi corazón atormentado que abrasa mi mente y me sorprendo comprobando que no sólo el mar tiene agua salada… también la tienen mis ojos.
Sabes que esta amarga evocación fue escrita para ti, quizá porque sé que jamás te encontraré, que ni siquiera sé si existes, y si alguna vez apareces…, mi amor, le pido a Dios que me permita saber que eres tú.