Desnuda ante el espejo se observaba detenidamente. No había cambiado mucho desde los veinte, excepto por aquellas cicatrices y ese nuevo brillo en la mirada que mostraba las otras, las que llevaba por dentro.
Él continuaba hablando, casi gimiendo entre sollozos, amenazando, pero ella no prestaba atención. Era una escena cotidiana y se había vuelto aburrida. Podía ver a través del espejo el rostro de singular belleza de aquel hombre ahora deformado por la desesperación y el conjunto le resultaba patético. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la primera vez que lo vio?, ¿ Tal vez dos años?
Los detalles de aquel encuentro se habían grabado a fuego en su memoria, el desconcierto, la sensación de espanto cuando él apretó el cañón de la pistola en su espalda obligándola a callar y seguirlo. ¿ Dos años, tres? Oscuridad, miedo, sed. No podía calcular cuantas horas habían viajado, ni cuantas estuvo tirada en el piso de aquella maloliente casucha en silencio, tratando de escuchar algún sonido que le diera un indicio de en donde se encontraba. Intentó desatarse pero solo lograba lastimarse más. ¿ Cuantos años?
Noventa y nueve, cien cepilladas. Él decía que su cabello lo atrapaba en los sueños como una red oscura de la que no quería escapar. Tomó las tijeras. Los largos mechones caían al piso como habían caído tantas veces sus lágrimas, sin conmover a nadie. Cortar, quitar, afearse, liberarse. ¡Escapar! Se veía correr hacia ninguna parte, solo un poco más y estaría segura. Un poco más, le llevaba ventaja. Él había dicho “diez minutos”. Cien metros hasta la ruta. Cincuenta metros. La bala atravesando el tobillo, huesos rotos, dolor. Resignación.
Dos gotas de Tabú detrás de las orejas y una entre los senos, como a él le gustaba. Cerró el frasco con cuidado. Lo dejó deslizar entre los dedos viendo sin inmutarse como se quebraba contra el alhajero. Los vidrios rotos competían en brillo con las joyas, intrusos, como él en su vida. Subió el volumen de la música, aquella canción la hacía regresar a sus calles de pueblo, a rostros que la amaban, a voces conocidas. “ On a dark desert higway, cold wind in my heart”. Los negros ojos que tal vez ya no la esperaban. La boca que besó por última vez aquella tarde. ¿ Cuantos años pasaron?
Bailó para él disfrutando sus gestos, provocando su deseo. Le hizo el amor furiosa, salvaje, apasionada, como nunca dejó que él la tuviera. Devolviendo con besos cada golpe, con caricias cada herida. Tomando posesión absoluta de cada centímetro de piel, de cada resquicio del alma, de cada suspiro, hasta que aquel magnífico cuerpo fue entre sus manos como la blanda arcilla, modelado a su antojo.
Encendió un cigarrillo y armó el de marihuana fino y apretado, como a él le gustaba. Cerró los ojos con fuerza, todavía podía sentir la presión en su cara obligándola a aspirar el humo que rasgaba y ardía en su garganta. Nauseas, terror, su mente intentando aferrarse a la consciencia. Palabras sin sentido. Manos que quemaban ultrajando. Una voz blasfemando te amo. Llanto. Muerte que no llega cuando debe. ¿Te amo? ¿ Acaso era su propia voz? Asco, vergüenza. ¿Cuántos años?
Contó las balas y quitó el seguro del arma, la misma que él había usado para retenerla. Se vistió observando su estúpida sonrisa. El hombre sobre la cama no era nadie, apenas un tatuaje en su hombro de un nombre cualquiera. Un puñado de cicatrices, de tiempo pasado casi sin saber. Raza inferior que reina por la fuerza, derecho de las bestias. Nada.
Salió a la calle desoyendo los gritos desgarrados. ¿Te amo? ¿ Voy a matarme si te vas? No importaba. Apretó el paso, el sonido del disparo despertó a la pequeña que dormía en sus brazos. La arropó con cuidado canturreando a su oído la canción que a lo lejos seguía sonando. “ Some dance to remember, some dance to forget”.