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De ventosidades y judías

Créanme vuestras mercedes cuando les digo que la jornada fue interminable y agotadora. Aquellos que alquilan mis servicios por un puñado de dineros, me ocuparon en trabajos de poco lustre hasta muy entrada la hora tardía. Sólo deseaba arribar a mi hogar, mi dulce hogar, para disfrutar de merecido descanso y retirarme al lecho cuanto antes. Quería tener la seguridad de que aquel calvario terminaba: pocos días se me habían hecho tan largos.

Así fue, flaco el ánimo y baja la guardia, como me encontró mi hijo el mayor, único hijo varón nacido de mi simiente, cuando lanzó, cual guante a la antigua usanza, el reto que ahora les tiene a ustedes ocupados en este texto. “¿Osaríais, querido padre, vos que presumís de hacerlo todo bien, participar en prestigioso premio literario que mi ilustre institución pedagógica tiene a bien organizar en la lengua de Cervantes?”, soltó el rapaz, en tono sin duda irónico, para añadir, sin darme tiempo a chistar: “¿O dudáis acaso de vuestra capacidad para dejar en buen lugar el nombre de la familia en tamaña empresa?”.

Por la gloria de mi padre, que en paz descanse, y herido en lo más profundo mi orgullo, caí en la trampa, inconsciente de mí, y acepté el lance sin pensar. Con ello, esperaba que el insolente niño apreciara el gesto de un hombre valiente, porque el mío, sin duda, lo era… El muy tunante, sin embargo, impertérrito y mudo, se retiró ligero, no sin antes, eso sí, dejar entrever una insolente sonrisa, entre burlesca y triunfal, en sus labios.

Hallándome, pues, en el brete del compromiso adquirido, víme en la obligación de estrujar mis pobres sesos -algo enmohecidos por un uso escaso y seniles por sus más de cuatro décadas de existencia- hasta los límites de la exasperación. De esa guisa me encontraba, al borde del ataque de nervios y a punto de vergonzosa rendición, cuando recordé, gracias a todos los santos y mártires, una muy antigua rondalla que mi suegra recitaba en sus años mozos y que aún de vez en cuando rememora. Gran mujer la madre de mi perpetua esposa.

Dicho y hecho, señores. Teclado en ristre, sin demorarme un instante para evitar la huida de la inspiración, plasmé el relato en papel, tanto para acallar la retórica de mi primogénito como, noble es reconocerlo, para intentar dejar muy alto el pabellón familiar batiéndome con las más ilustres plumas, en este torneo literario que lleva el nombre de uno de los más grandes narradores de la lengua hispana.

Esta es la historia que, tras el largo y tedioso preámbulo que precede, paso a contarles: la leyenda de la ventosidad y la judía, y de como han llegado a estar relacionadas de forma tan íntima que no pueden pasar la otra sin la una. Es un relato en que historia y aventura se dan cita en un torbellino de incidencias que nos ayudarán a conocer la verdad de los hechos.

He aquí, pues, novelada en forma de prosaico relato, la rondalla:

Era la hora temprana de un día cualquiera de un siglo perdido en la noche de los tiempos, que muy bien pudiera ser el noveno o el décimo después de Cristo, cuando un viejo peregrino, pertrechado con la obligada vara culminada por concha y calabacín, que andaba a duras penas por uno de los innumerables caminos que llevan a Santiago, con ánimo de visitar la concurrida tumba de tan celebérrimo apóstol en busca de indulgencia, se detuvo y emitió un largo y rudo suspiro: “¿Porqué no lo sepultarían más cerca al condenado?”, mumuró para sus adentros. No obstante, de inmediato, arrepentido de tan horrible pensamiento, y seguro de haber rozado herejía, pidióle a Dios perdón por su debilidad, que atribuyó, avergonzado, al cansancio.

Distraído como estaba en su disculpa para con Dios y el apóstol, no acertó a detener una indiscreta ventosidad que se le escapaba. Sorprendida también la ventosidad por tal facilidad de salida, no atinó la dirección correcta de sus gases y, tras topar con el grueso manto del penitente, fue a caer, distraída, sobre un matojo de espinas. Tal fue el daño que sintió, que no pudo por menos que soltar un enorme y sentido “¡ay!”, que, resonando en el espacio, llenó de dolor el pecho de una tierna flor que no muy lejos se encontraba.
La flor, que era blanca y de judía, planta herbácea anual de la familia de las papilionáceas y de fruto en vainas aplastadas, apiadándose de la ventosidad se acercó a ella y le dijo con enternecedora dulzura: “Dame la mano, sólo quiero ayudarte, te salvaré”. La ventosidad, viéndose ya a salvo de la tortura de los pinchos, llenos los ojos de lágrimas de agradecimiento hacia su ángel benefactor, no acertó sino responder a tal acto de generosidad con un humilde: “Yo no sé, hermosa flor, como pagarte tan gran favor, pues la vida te debo al haberme librado del horroroso martirio que significaba tanto dolor”.
Tal fue la mirada que cruzaron, que Cupido no dudó en clavar en el centro de su corazón las flechas del amor. Así fue como del hecho de este fortuito y bello encuentro, la ventosidad y la flor de judía establecieron lazos eternos maridando al poco tiempo en sagrada ceremonia.

Aquí tienen pues vuestras mercedes, para que lo juzguen, el texto resultante de la bravata de mi retoño y, a la vez, la revelación del secreto y el porqué, desde esa señalada fecha, la nutritiva judía tiene como fiel y segura aliada la olorosa ventosidad, que no el pedo, que es cosa fea y, además, apesta.
Datos del Cuento
  • Categoría: Mitológicos
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