Voy a contar una historia que sucedió en tiempos de Rosas, cuando la vida de las personas no valía nada y sólo era posible conservarla sirviendo obsecuentemente a los intereses del infame tirano o, en su defecto, emigrando. Estas dos, eran las únicas alternativas de supervivencia; pero el protagonista de este relato recurrió a un tercer recurso que, aunque original, dudo mucho que haya sido el ideal.
José María Molnar pertenecía a una distinguida familia de la época. Era el noveno hijo de los trece procreados por el matrimonio formado por Manuel Molnar, médico, y María Antonia Valle. Por sus madres, era primo hermano de Mariano Moreno, a quien prácticamente no había conocido, ya que tenía cinco años cuando éste había muerto en altamar.
A diferencia de sus hermanos mayores, todos militares, José María, luego de un paso fugaz por el ejército, prefirió hacer carrera en el área Policial donde, durante la administración de Lavalle, fue nombrado Auxiliar del Ministerio de Gobierno y, al año siguiente, Oficial 2º del Departamento de Policía. En 1835, al iniciar Rosas su segundo gobierno, Molnar fue dado de baja de su empleo debido a su condición de unitario. Comenzaba para su familia una sistemática persecución que culminaría con la orden de detención de Bonifacio, Ángel, Pedro y José María Molnar. El 5 de agosto de 1840 Bernardo Victorica, Jefe de Policía de la tiranía, elevaba a la consideración de Rosas una lista de “salvajes unitarios” fugados recientemente y en la cual figuraba José María; pero éste no había salido de Buenos Aires.
Acorralado por la Mazorca, rodeado de espías, y luego de dos intentos fallidos, Molnar decidió hacer un intento más. La noche del 4 de mayo de 1840, en compañía de José Riglos, Francisco Lynch, Isidro Oliden y Carlos Maison, y mientras esperaban a orillas del río una ballenera que los llevaría a Montevideo, fueron sorprendidos por una partida de mazorqueros encabezados por el sanguinario Cuitiño. Los compañeros de fuga fueron muriendo uno a uno; sólo Molnar logró salvar su vida escondiéndose en un pozo de aguas servidas.
Todavía se oían los cascos de los caballos enemigos cuando José, en cuatro patas, se escondió debajo de un carro; respiraba agitadamente y sangraba de un hombro cuya herida parecía superficial. Esperó con paciencia la desaparición de todo ruido que implicara la cercanía de sus perseguidores. Entre las sombras de la noche caminó en dirección al centro; eran los suburbios de Buenos Aires y no encontraba ninguna casa donde lo pudieran albergar hasta que pasara el peligro. Suponía que lo habían dado por muerto, pero no podía confiarse; los mazorqueros eran implacables y quizás estuvieran agazapados detrás de algún matorral para caerle encima y degollarlo sin piedad. A medida que se alejaba del río fue encontrando ranchos deshabitados a su paso, pero descartó hallar quien viviera en una zona permanentemente expuesta a las crecidas. Eran las once de la noche y la ciudad dormía silenciosa, salvo por lejanos ladridos y el croar de las ranas; para su alivio, divisó una casa con luz en su interior. Se acercó a ella con cierta aprensión; a esa hora nadie le abriría, o lo que es peor, quizás lo amenazaran con un arma para que se fuera. Golpeó la puerta de entrada dos veces al tiempo que oía pasos en el interior; creyó que iban a contestar a sus llamadas pero no fue así. Esperó expectante sin respuesta alguna; insistió con dos nuevos golpes y ante un nuevo fracaso decidió hablar en voz baja pero firme:
-Ayúdenme por favor, he sido herido y han matado a mis amigos.
-.....................
-No estoy mintiendo –suplicó -. Sólo necesito albergue hasta que pase el peligro.
La puerta se abrió lentamente pero sólo lo suficiente como para que dos ojos lo miraran temerosos. Mostró sus manos con las palmas hacia arriba en demostración de que estaba desarmado y sonrió amigable. Su comportamiento dio resultado y la puerta se terminó de abrir; ingresó en la casa e imploró a su dueña que lo escondiera en lugar seguro. El sonido inconfundible de la mazorca había reaparecido, lo que le hizo pensar que lo seguían buscando. La señora, sin decir palabra, levantó una raída alfombra de la sala principal y abrió la tapa de un sótano al que José bajó iluminado por una vela provista por la generosa dama. La puerta se cerró sobre su cabeza y nuestro héroe se encontró en un diminuto cuarto primorosamente arreglado; se tiró en el estrecho catre e intentó dormir.
Despertó sobresaltado por sonidos sobre su cabeza; en la casa había movimiento. Ruidosos pasos de, por lo menos, dos hombres recorrían en silencio la vivienda; era evidente que lo estaban buscando a él sin resignarse a darlo por muerto o escapado a la otra orilla. Los oyó exactamente sobre su cabeza y temió lo peor; pero, gracias a Dios, se fueron luego de realizar una última recorrida y saludando con el típico “viva la santa federación” recitado a voz en cuello.
Molnar ya no pudo dormir, sólo se limitó a pensar y pensar; recordó a sus amigos muertos y lloró en silencio. Esperó impaciente alguna claridad en el cuarto que le señalara el advenimiento de un nuevo día, pero sólo el cantar de los pájaros y la aparición de la dueña de casa le anunciaron el ansiado amanecer. Amelia Contreras, que así se presentó, bajó con un abundante desayuno y utensilios de limpieza. José prefirió comer primero, estaba hambriento; luego se sometió a un aseo que realmente necesitaba. Por suerte, como lo había sospechado, la herida en el hombro derecho era insignificante. Ante la necesidad de un baño, José fue provisto por la señora de un recipiente enlozado con agua que prometió renovar permanentemente. Molnar contó su desventura a Amelia y ésta contó a Molnar algo de su triste y solitaria vida. Su anfitriona era una mujer llamativamente fea, tan fea que a José le provocaba cierto rechazo; más su generosidad y evidente bondad le harían olvidar pronto dicha fealdad.
Mientras el tiempo pasaba, la temida Mazorca regresaba periódicamente a visitar la casa de Amelia como seguramente lo haría con otras de la vecindad.
José había pensado que su hospedaje sería pasajero, pero empezó a temer que no sería así. Se enteró por el periódico, que la persecución a su familia continuaba firme y que, según informaciones recientes, tanto Bonifacio como Ángel y Pedro podían haber emigrado a Montevideo; pero de José María no se conocía su paradero y lo seguían buscando. Sin embargo, la Mazorca no había vuelto a la casa de Amelia, pero ésta se rehusaba a dejarlo salir del sótano, cosa que Molnar había intentado hacer sin mucha convicción.
El tiempo fue pasando y los interminables días se convirtieron en meses. El cautiverio se iba transformando en un hábito y lo que había nacido como razonable precaución ante el peligro fue mutando imperceptiblemente a desidia, por no decir cobardía. Amelia era gran responsable de la dejadez y sumisa entrega a la inacción en la que iba cayendo nuestro héroe. Ella nunca había tenido un hombre en su vida, tal era su fealdad e inseguridad que ésta le provocaba. La soledad mutua y la convivencia inevitable, sumadas a los apetitos sexuales de Molnar, había generado una intimidad en sus relaciones que sumía a la dueña de casa en un enamoramiento ciego y egoísta; era tal el temor que tenía de perderlo que desaconsejaba a su amado cualquier intento de evasión mientras Rosas estuviera en el gobierno.
Para colmo, el cruel tirano conservaba intacto su poder omnímodo; su más encarnizado rival, el general Lavalle, había fracasado en su intento de derrocarlo y había caído definitivamente derrotado, por fuerzas Federales al mando del General Oribe, en la batalla de Famaillá, para luego morir, mientras huía a Bolivia, el 9 de octubre de 1841 en la ciudad de Jujuy. Poco antes, luego de la batalla de Rodeo del Medio, había fallecido su hermano, el Coronel Angel Antonio Molnar; pero José María no lo sabría hasta mucho tiempo después.
Luego de muchos años de cautiverio, Molnar había perdido todo interés por la vida exterior; ya no leía el periódico de Pedro De Angelis que Amelia había dejado de bajarle, ni contaba los días, ni preguntaba por sus amigos, los pocos que quedaban en Buenos Aires; lo único que existía para él era Amelia. Se había convertido en un anciano, a pesar de su juventud, y dependía en forma enfermiza de su anfitriona. Su única actividad era comer, conversar y tener sexo con su compañera; y esperar ansiosamente la noche para dormir poco y nada. Ya no hacía ejercicios físicos ni lograba concentrarse en ninguna lectura; aunque bien alimentado, su debilidad era preocupante y sus problemas bronquiales, por la humedad del sótano, eran crónicos. Esperaba las dos visitas diarias de su imprescindible Amelia con ansiedad; ésta, a pesar de sus responsabilidades laborales, jamás le fallaba. Ante el deterioro de la salud de José María y su avejentamiento prematuro, la relación entre ambos, más bien, se había convertido en la de un padre al cuidado de su hija; pero tales cuidados desaparecerían inesperadamente.
Una tarde, Amelia no bajó al sótano como lo había hecho religiosamente durante años; Molnar esperó pacientemente toda la noche y el día siguiente sin éxito. Desesperado trató de tranquilizarse, pero su compañera había desaparecido; aparentemente, nunca había vuelto de trabajar desde esa primera tarde de vana espera, ya que no se oía movimiento alguno en la casa desde aquellas primeras horas de ausencia. José cometió el error de no probar de subir inmediatamente la empinada escalera, momentos en los que todavía conservaba algunas fuerzas; es probable que si pensó en algún intento de trepar a la libertad, lo haya considerado inútil. La acumulación de horas sin comer sumadas a su debilidad de años de inactividad física le deben haber impedido cualquier posibilidad de escape. Por otra parte, se podría conjeturar que Molnar, además, pudo haber tenido sus facultades mentales alteradas; quizás creyó que el mundo (su mundo) se limitaba a su imprescindible Amelia y que, sin ella, no tenía sentido vivir.
¿Quién sabe?, el hecho es que el 3 de marzo de 1853, cinco días después de la muerte de su amada benefactora y trece meses después de la caída de Rosas en la batalla de Caseros, falleció don José María Molnar y Valle; su cuerpo fue encontrado en el sótano, tendido boca arriba sobre la cama, y sin señal alguna de haber intentado salir de su encierro.