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El Último Héroe

Cuando el sirviente entró con la cena, un rayo de luz proveniente del pasillo lo acompañó. El anciano apenas se movió y con un sonido apagado dio a entender que dejara la cena en un taburete, al lado de la cama. El sirviente obedeció, miró al anciano y, tras una pequeña reverencia, abandonó la habitación.
De nuevo estaba a oscuras, era como prefería estar. Sir Frederic había sido uno de los grandes guerreros de la historia, tal vez el último. Había luchado en miles de batallas, todas bajo el símbolo de aquél que esperaba que lo llamase pronto a su lado. Sir Frederic luchó junto a los mejores, contra los infieles, contra los opresores, contra multitud de enemigos, y había salido victorioso. Pero esta vez sabía que esta batalla no podía ganarla, no quería ganarla, estaba cansado.
En estos tiempos, la paz que tanto había costado, que tantas vidas se había llevado, hacía que los hombres se mostraran confiados, que descuidasen sus tareas. La comodidad de estos tiempos hacía poco probable que hubiese algún héroe entre ellos, por eso la muerte de Sir Frederic no sería la muerte de un anciano guerrero, sino que sería el paso de una época a otra. Con Sir Frederic moría también esa estirpe de guerreros fieles a principios caballerescos, héroes que luchaban contra la injusticia, el dolor, la opresión.
Lo peor de todo era que a nadie le importaba. Ahora, en época de paz, las guerras se hacían de otra manera. Sir Frederic lo sabía y no había nada que le doliera más que eso, sólo quería que acabase cuanto antes. La puerta se abrió, era su sirviente, su amigo, John Bell, casi tan anciano como él. Sus cabellos canosos le caían por los hombros, miró a Sir Frederic y le sonrió.
Cuando John Bell miró la cena sin tocar, recriminó a Sir Frederic su tozudez hacia la comida y casi le obligó a probar unos sorbos de sopa y a morder la pata de pollo. John sacó
su flauta y empezó a tocar melodías de antaño donde se cantaban las peripecias de esos grandes héroes ya a punto de desaparecer. La melodía, que tan bien conocía Sir Frederic, hizo que poco a poco fuese cerrando los ojos y que el sopor le inundara todo el cuerpo.
Al día siguiente, cuando John fue a ver a su amigo, éste aún no se había despertado. Se extrañó, pues ni aun enfermo había dormido hasta tan tarde. Intentó despertarlo, pero no pudo, llamó, gritó, pidió socorro. Los sirvientes llegaron sudorosos trayendo al médico del castillo. Tras examinarlo dijo que ahora estaba en manos de Dios decidir cuando se lo llevaba definitivamente.
Sir Frederic no veía, no oía, sólo sentía un calor que le nacía del pecho
y le iba poco a poco llenando el cuerpo. Notó como se abría una
extraña puerta a su lado: una luz magníficamente brillante lo iluminó todo, abrió los ojos, sobresaltando a quienes le velaban. Sin esfuerzo aparente, alzó los brazos en dirección a la luz, balbuceó unas palabras que nadie entendió. Veía lo que no veía nadie, sentía lo que nadie podía sentir, la presencia de la muerte. No una muerte fría, huesuda, sino una muerte cálida, una muerte llena de paz. De la puerta salió un ser extraordinariamente perfecto, su cara redondeada no carecía de ningún rasgo humano, sus brazos, sus piernas, su cuerpo... todo en él era perfecto, aunque humano estaba claro que no era. El ser le sonrió sin separar los labios, una sonrisa que llenó a Sir Frederic de una paz que nunca antes había conocido, le tendió la mano y con un gesto le dijo que le siguiera. Sir Frederic oyó un llanto familiar, era John. Sir Frederic lo miró, le sonrió y, por fin, siguió al ser hasta la puerta y desapareció tras ella. Durante el viaje podía oír a sus amigos, a sus antiguos camaradas de armas llamarle, darle la bienvenida. Y, en un rumor lejano, al único amigo que dejaba atrás decir que pronto se reunirían.
Datos del Cuento
  • Categoría: Religiosos
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