-No es bueno caminar sobre los muertos-, me dijo casi temblando y se perdió dentro de la ausencia de su cuerpo. No podía evitar observarlo. Sus pelos canos se escondían arremolinados bajo un sombrero roído. Tenía mucho de indio. Mucho de soledad. Sacó una botella de whisky escocés y empinó la botella. Eran sólo las once de la mañana. Hacía frío en Luxemburgo y tanto él como nosotros parecíamos no tener deseos de movernos de ese banco, bajo un viejo acueducto en ruinas. -No es bueno caminar sobre los muertos-, me había dicho y sin dejar de observarlo yo había regresado al cementerio judío de Praga. Hay muchas formas de no estar sin haberse movido. Recordé el cementerio de lápidas caídas donde mas de diez mil muertos se superponían por falta de espacio. Hasta doce cadáveres encimados se sabía que descansaban en ese campo santo. Recordé y volví a sentir el extraño escozor en mis pies cuando los apoyaba sobre esa tierra apelmazada. En aquel momento creí que algo en mi había cambiado en forma definitiva, pero los espejos mentirosos que consulté nada decían que lo probara. Luego olvidé en el saco infinito de la memoria aquella extraña sensación. Cuando regresé al banco del que nunca me había ido, el viejo indio me observaba tras lo blanco de mis ojos. Empinó nuevamente la botella de whisky y acarició la pluma de su sombrero. -No es bueno caminar sobre los muertos-, repitió y se alejo para siempre sin siquiera mover un pie.