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una aventura rara

UNA AVENTURA RARA
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Hubo un tiempo en cierto país que la vida de sus ciudadanos era precaria, con escasez de todo, exceptuando las ganas de vivir. La fantasía de sus gentes desbordaba lo inexplicable. La historia surgida desde hacía muchos siglos acreditaba aventuras, fantasías y sueños en cualquiera de sus habitantes. Tantas historias, leyendas y aventuras, hacían soñar a la juventud y desear encontrar en sitios inhóspitos tesoros. La cantidad de castillos derruidos, abandonados y olvidados por el tiempo, eran buen reclamo para que la inquietud de los chicos, se viera excitada a la hora de buscar entre sus ruinas.
Así fue como en un pueblo del reino, un grupo de compañeros de la misma localidad e influenciados por el ansia de aventura, tomaron la decisión de empezar sus pesquisas, iniciándose en la aventura de la búsqueda de tesoros. Bien fuera los sábados por la tarde o domingos de mañana, emprendían con entusiasmo el sueño de encontrar el oro del moro.
Después de comer, sobre las tres de la tarde, se reunían todos en un bar de la localidad para tomar café, charlar de la aventura que estaban a punto de iniciar y planificar un poco el orden de búsqueda, además del lugar en dónde debían acudir. Antes de emprender el camino ya tenían claro el sitio elegido y en sus pensamientos la ilusión de hallar algún vestigio del pasado. El pensar en esta posibilidad les hacía emocionarse. Las leyendas contadas por sus mayores eran muchas. Batallas infinitas albergaban los campos y montes. Varias civilizaciones ocuparon las tierras del contorno. Estaba claro que, no tardando mucho, saldría a la luz algún hallazgo digno de ser contemplado por todo el mundo.
Cuando llegaba el momento de emprender la marcha, el resto de gente que en el casino se encontraba los despedía como si fueran verdaderos exploradores, aunque las facciones de sus caras daban a entender que la guasa era agradable. Todo el grupo de aventureros que en total eran cinco subían en el coche de uno de ellos. La época que se remonta esta historia no permitía lujos, ni fantásticos montajes, tan sólo un seiscientos como transporte tenían.
Posteriormente y en el lugar deseado, aparcaban el cromo del automovilismo español y emprendían la marcha subiendo por montañas, entrando en cuevas y escalando acantilados. Esta forma de actuar era constante, todos los fines de semana se repetía lo mismo, sin conseguir encontrar nada que les diera un poco de esperanza.
Después de tiempo de búsqueda, visitando todos los rincones históricos de su comarca y las colindantes, entrando en cuevas incrustadas en la roca y recorrer castillos en ruinas, vieron sus ilusiones mermadas por el fracaso adquirido. Decidieron hacer un viaje a la capital de una provincia cercana, con la intención de ver una carrera de motos. El domingo siguiente a las ocho de la mañana se encontrarían en el lugar de siempre. Desde allí, ellos y otros chicos del mismo pueblo saldrían en dos autos rumbo a la aventura.
Llegado el momento y como estaba previsto, a la hora señalada, acudieron todos al lugar citado, marchando de viaje a las ocho y cinco. El día amenazaba agua, el cielo estaba cubierto de nubes. No era de extrañar que se desencadenara una tormenta. Apenas llevaban unos quilómetros recorridos empezó a lloviznar. Entre los conductores pugnaban por ver quién de los dos corría más. Al llegar a un puerto de montaña el chófer del seiscientos entró lanzado en una curva, demostrando magistralmente su temple, controló de inmediato la situación; aunque el auto quedó parado en la calzada en dirección contraria. Éste sería el primer aviso de lo que podía suceder en caso de continuar con las competiciones.
Cada vez era más abundante el diluvio. El día se puso oscuro pero los indómitos aventureros no temían a nadie ni a nada. Sólo la aventura les impulsaba a seguir adelante. Aunque a uno de los coches no le funcionaba el limpia parabrisas no era problema, con la ventanilla bajada, el conductor con la mano izquierda en el exterior iba limpiando el cristal. De esta manera se llegó a la capital. Recibieron un despago al darse cuenta que por culpa de la lluvia se había suspendido la carrera.
Una vez terminado el almuerzo, dieron un paseo turístico bajo la lluvia. De nuevo se emprendió el camino de regreso. Tal como hicieron en la ida fue la vuelta, cristal bajado y con la mano limpiando el parabrisas. Recorridos varios kilómetros llegaron a un pueblo conocido por todos. Decidiendo hacer un alto en el camino acercándose a toda castaña hasta llegar a la localidad. En un momento dado y al estar lloviendo de forma torrencial el coche de delante pasó sobre un charco, expulsando el agua que había, dejando sin visibilidad al auto que le seguía, quedando el conductor y ocupantes del seiscientos si saber por dónde circulaban y sin visión alguna. El segundo aviso se había confirmado. No siendo conscientes del peligro, continuaron sin darle demasiada importancia. La fiesta estaba lanzada y los coches también.
En el conocido pueblo entraron a tomar unas copas, esperando calentar el cuerpo. La humedad impregnada en sus huesos les hacía sentirse helados. El tiempo era malo y la lluvia seguía. Poco tardaron en cumplimentar el deseo. En breves minuto estaban de nuevo dentro del auto. En esta ocasión ya no se detendrían en ninguna parte hasta que llegaran a su pueblo.
De nuevo en la calzada los vehículos reemprendieron la carrera. En esta ocasión el seiscientos iba delante a toda velocidad. En breve llegarían a la subida de un puerto de montaña. Esto al parecer no preocupaba a nadie. El conductor diestro en el manejo del volante estaba tranquilo. Se sabía seguro que dado el caso controlaría perfectamente la situación. En una de las curvas entró disparado estrechándose cada vez más la carretera. El seiscientos seguía, aproximándose hacia el barranco. La cuesta arriba de la calzada fue la salvación, quedando las ruedas detenidas a ras del acantilado.
Pasado el susto entre risas y bromas se reanudó la marcha, el tercer aviso había sucedido y nada malo ocurrió. A partir de ese momento, presagiar un desenlace fatal era absurdo. Si la tercera fue saldada sin problemas, no había motivos para preocuparse.
El temporal amainó de forma suave y pausada. El cielo se aclaró de nubes, pero el asfalto seguía húmedo. Mientras el seiscientos raudo comía calzada con destino al pueblo de salida. Faltaba un escaso tramo para cumplir su cometido. Se esperaba llegar en breve. Tan sólo unos cinco kilómetros más y el auto entraría en casa vencedor. Pasó por un tramo de bajadas acompañado de curvas y en segundos salió despedido, volando por el aire, aterrizando dentro de un campo de viña. Después de dar varias vueltas, en unos bancales más abajo, quedó detenido.
El conductor al igual que el copiloto salieron despedidos en una de las vueltas, quedando dentro entre la chatarra otro ocupante. Todos fueron atendidos enseguida, sin haber más problemas que los sufridos y cuatro repelones. Este fue el escalón puesto como obligación para terminar las aventuras y la búsqueda de tesoros. El seiscientos machacado a la chatarra. Los ocupantes un par de semanas doloridos, como consecuencia de una aventura rara.
Datos del Cuento
  • Categoría: Aventuras
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1 comentarios. Página 1 de 1
Yesenia
invitado-Yesenia 18-07-2012 00:00:00

Que lindo cuento es dema divertido espero k siga haciendo más cuentos

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