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cuando los perros ladran

CUANDO LOS PERROS LADRAN

Cuando venga la lluvia tendrá sus cuernos vueltos hacia abajo. Todos veremos en la luna un balde en actitud de verter agua, así como cuando a uno lo mandan a regar las lechugas que crecen en el patio de la casa. Con sólo mirar la luna, escuchar el canto de los treiles predecía el momento exacto en que caerían gruesos goterones sobre la tierra. Cuando faltaban éstas señales esperaba que el volcán se pusiera un cucurucho. Ahora hay una calma chicha que embriaga con un tufo áspero y caliente. Tanto calor no es bueno. El último terremoto que recuerdo fue hace cuarenta años atrás. También en aquellos días el sopor y la virulencia de la sequía causó muchas perdidas. Los pozos quedaron tuertos. Hubo que llevar la ropa al río y con la poca grasa de los animales mortecinos se fabricaron jabones. El frescor del agua se conservaba en tinajas de barro. A los niños de entonces le crecía la barriga y los ancianos terminaron botando los pocos dientes que tenían. Por costumbre todos los domingos jugaban a la pelota los de aquí con de allá. En eso se entretenía mi padre. Hasta que vino el día en que la tierra comenzó a ondular como una culebra, formando grandes olas que parecía que iban a engurrírselo todo. El arco de doblaba como una brizna de pasto. Cayeron al suelo y nadie pudo moverse con otro ritmo que no fuera el de la tierra. Se escucharon grandes explosiones en las cordillera que humeaban a las cuatro de la tarde de azul y lejanías. "Sálvanos señor... es el fin del mundo", dijeron. Cerraron los ojos esperando lo peor.

El alcalde, dictó un decreto que impedía retirar los animales muertos de la calle y los caminos vecinales y aunque el aire infesto invadía los pulmones como una plaga de mosquitos, nadie se atrevía a protestar, tampoco podían hacer desaparecer los postigos que tenía el rancherío, la escasez de dinero impedía comprar clavos y madera. Ese mismo día Los jotes planearon en el cielo con tan mala fortuna para ellos, que a las once de la mañana, después de algunas horas de vuelo, cayeron asados a las ollas que estaban aparcadas en los muebles que adornaban las casas. Para la gente de San Sebastián no hubo mas remedio que comérselos con los ojos cerrados, pensando que era la gallina castellana.
Se abrieron puertas y ventanas; se sacudieron cortinas para espantar los malos aires. Los últimos animales murieron de espanto, hambre y sed. Al principio todos estaban asombrados. Atónitos, miraban como la barriga de la vaca más mansa crecía como un globo de cumpleaños hasta reventarse, dejando en el aire un olor tan espeso que a mas de alguien se le ocurrió cortarlo con cuchillo. Sólo algunos niños se detuvieron a mirar.
La última sequía había hundido las almas en un sopor. Se fueron achicharrando habían olvidado por completo algunas costumbres como aquella de enviar a los niños a jugar a la escondida para que no se enteraran de los temas que los mayores hablaran en la mesa. Ahora, toda la familia reunida en torno a la luz de unos braceros sacaba a relucir teorías; después de algunos mates sacaban toda suerte de entuertos para predecir el momento exacto en que asomarían las nubes en el horizonte, cargadas de agua y nuevos presagios. Otros, simplemente se abocaban a ensayar nuevos ritos destinados a abrirle las orejas a San Isidro para que escuchara las preces de éstos penitentes y se dignara en dejar caer por estos lares al menos algunas gotitas de agua. Los niños lo sabían todo. Hacían como que estaban cazando moscas, en un estado de tal ensimismamiento que nadie se habría atrevido siquiera a pensar que lo escuchaban todo y lo guardaban en el corazón.
- Mujer. La tierra se ha cuarteando toda.
- Deja la ventana abierta pa, ver cuando aparezcan las nubes en el cielo
- Y no va a dormir?

Antes de hacer la siesta, dijo: “No cierres la ventana. Escucho el ruido de la lluvia. Sale a mirar y me cuentas lo que ves”. La mujer se rascó la cabeza y volvió los ojos a la escupidera donde fermentaban sus orines Y dijo: “no es nada”. Y otra vez dijo el marido: “Son las tres de la tarde. Te digo que salgas a mirar. Siento el ruido de la lluvia que se acerca”. En estos momentos entraba a San Sebastián por el mismo lugar que eligió la soldadesca chilena hace dos siglos atrás, un hombre de espaldas anchas que miraba la tierra como si buscara en ella algo que había perdido su padre hace veinte años y que ahora él esperaba encontrarlo. Llevaba al hombro una garrocha y tras ella unos bueyes porotos que tiraban con desgano una carreta con cochayuyos. "se me volaron los ojos" dijo al subir a la meseta donde el pueblo había sido fundado en los años 1800.
"Siento el ruido de la lluvia". “No hables dormido Manuel. Eso trae mala suerte”. Los perros salieron de sus aposentos como alma que se lo lleva el diablo. Nadie supo con certeza que pasaba, sólo vieron unos ojos negros pasar como dos golondrinas en el cielo de febrero. "rubio el cochayuyo caserita". Entonces todos supieron que traía lo que ellos esperaban.
Datos del Cuento
  • Categoría: Aventuras
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