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Viaje a todos los sitios

Gustábamos de cruzar el camposanto e instalarnos cómodamente en La Piedra de los Siglos. La habíamos bautizado así porque no sabíamos a ciencia cierta cuándo había sido puesta allí aquella muestra de rudimentaria cantería tallada por algun jornalero de algún sitio y pulida insidiosamente, picotazo a picotazo, por el ave multiforme que se llama lluvia. O tal vez la bautizásemos así porque nos dió la gana.

Eva era morena en el pelo y en los ojos, y esta hermosísima predominancia del castaño ondulado y cristalino contrastaba con la pálida persistencia de su piel paraje de nieve, cielo de otoño, escarcha de mañanas de horizonte herrumbroso.

Pero lo más marvilloso de Eva no eran todas estas incomensurables menudeces, lo verdaderamente hermoso, lo que yo creía hermosamente eterno, subyugantemente singular y a veces de una extraordinariez casi angustiosa, era su sonrisa.

A veces me miraba sin sonreir; entonces yo dejaba escapar alguna tontería sistemáticamente improvisada, de aquellas que a ella tanto le gustaban porque conocía su verdadero propósito, y el fenómeno se producía: aparecía la sonrisa en su rostro oscureciendo todo lo demás. Era como un cargar de ejercitos con triunfo anticipado, como el final de un eclipse al revés, como un caer de todas las castañas de todos los castaños, un amanecer de dos segundos. Era algo que yo esperaba siempre con ansiedad y disfrutaba con delectación. Aquella sonrisa, aquel abrirse del cielo, aquel perfeccionamiento horizontal de una luna que pareciese ridícula en comparación podía durar siglos en dos segundos y siempre me parecía nueva y merecedora de ser degustada como el primer caramelo de un niño. Su misma descripción me parece ahora ridícula, porque aquella sonrisa empezaba donde se acaban las palabras. Yo vivía únicamente para contemplaerla.

Por lo demás, Eva era vana, altanera, orgullosa. Pero yo olvidaba esta condición suya en favor de la esbelta redondez de su joven cuerpo, su despreocupación natural, el esbozo de interés cariñoso que por mí sentía, la gracia de sus gestos y sobre todo esa sonrisa tierna que era como los paños que guardan el Universo, la Anunciación en un minuto, la proclamación de lo Universal y lo Insondable.

Las tardes de primavera fueron dejando lugar a las charlas de verano y cuando éste finalizó, el otoño saludó igual de cálido a nuestros corazones.

Nuestras conversaciones no rozaban la insipidez, pero tampoco nos mantenían expectantes, que tal te ha ido hoy, estas muy bonita, tu carta me gustó, mira aquellos gorriones de allí, leeme lo que escribiste ayer. Había excepciones: algunas veces nuestra imaginación saltaba y nos imaginábamos gotas de agua persiguendonos por un cordel plastificado; o poseidos por la mortecina luz del ocaso en el horizonte, más alá de los valles y los montes, creíamos ser versos de un poema que cantase las delicias de la aurora boreal; o embarcados en el navío de las estrellas gozando nuevos mundos ansiosos de nuestra nuestra conquista, soy el golfo de Corcovado, me mareo en un tren rumbo a la Provenza, y si nos pintamos de azul... Entonces rodábamos abrazados por la hierba del camposanto y una idea me arrasaba como un incendio forestal los montículos de mis circunvoluciones cerebrales: Aquel soñar despierta, aquel fragmentarse en tinieblas para reaparecer con el estupor del encendido de una bombilla de mil vatios, aquel perderse en la nada, aquellas locuras suyas que me volvían loco a mí, aquel fragor de su inventiva, todo aquello provenía de su sonrisa. Su sonrisa era el pequeño demonio tan cálido como a veces desconcertante que construía con mano indisplicente todos aquellos paraisos en mi honor y para mi disfrute. ¡Cuantas veces rogue rogué que aquella sonrisa durase siempre o yo me acabase tan pronto que no llegase a ver nunca su fin!. Cuantas veces ante ella yo cedía a la evidencia de mi propia insignificancia. Así me sentía nada bajo aquella magnificencia. Me rendía y disfrutaba de ella. Sin más.

En los bancos del camposanto, en el lugar que la iglesia guarda de los rayos de sol de la tarde baja, cubriéndolos con una espesa sombra que mantiene perpétua la tarde del domingo durante toda la semana; había numerosos árboles bajos y, entre ellos, uno que sobresalía por su aspecto: Era un arbol viejo, seco, sin ninguna hoja en sus destartaladas ramas ni ningun asomo de vida en su corteza, arrugado como el corazón de una nuez. Caduco para siempre de hojas pero perenne en presencia, aquel arbol y su apariencia siniestra captaron mi atención:

- Vamos a verlo.

- Desde aquí se ve.

- Quiero verlo mejor.

- Es un arbol viejo. Bésame.

Su sonrisa estaba allí y yo no dudé en besarla... Otra vez será.

- Vamos a verlo de cerca -dije al día siguiente-

Eva accedió.

Parecía una extraña especie de roble.En su tronco estaban tallados muchos corazoncitos con nombres de hombre y mujer: Rosa y Jorge, Antonio e Isabelita, Paco y Montse 1/5/47, te quiero Eugenia. Su tacto era áspero. La corteza estaba desprendida por algunos sitios y era en esos desconchones donde se reunían más inscripciones por ser la madera ostensiblemente más dura que la corteza.

- Tiene una belleza extraña -Dijo Eva-.

- A mí no me gusta. Esas ramas secas parecen brazos que quisiesen coger el cielo y robarlo.

- ¿Que hay de malo en querer coger el cielo?

- El cielo está bien donde está. Pero... es... es más la forma de las ramas secas... o... un... no se.

- Es un árbol, tonto.

La sonrisa otra vez. Besar la sonrisa. Atrapar la sonrisa en su incipiencia. Besar la sonrisa. Desfallecer en su inmensidad.

Poco a poco fuimos cambiando de lugar, pues el verano de aquel año era especialmente caluroso y la Piedra de los Siglos perdió confortabilidad y ganó calidad de asador de nuestros ya de por sí fogosos cuerpos.

La parte de atrás de la iglesia nos acogía entonces en su frescor con el acentuado paseo de la brisa a nuestro alrededor, el vuelo ocasional de algún moscardón y el verde intenso de los plátanos reflejado en el barniz de la rectoría parroquial. Y allí al fondo, estaba el Arbol.

- Yo creo que nos mira -Dije un día-.

- Si claro, nos envidia. Es la envidia de la vejez. Mañana se nos acercará por detrás, levantará sus raices y nos dará un susto de muerte y correremos a escondernos en el cementerio

- No, no, lo digo en serio. Creo que nos observa con una seguridad amenazadora.

- No sabía que la demencia senil comenzase ya a estas edades.

Y no bien había acabado de hacer eso, sonrió. Retira tus ejercitos de las Galias, mayday Varo haz con mis legiones lo que te de la gana, palabra de Dios, juro, prometo, bandera blanca, con la venia del Tribunal un beso. Y la besé como siempre hacía, pidiendo perdón por todos aquellos momentos en que no la había besado antes y después de los tiempos.

Pero un día, entre los rizos acastañados de su pelo, con los que tanto me divertía, haciéndolos estirarse y encogerse como muelles y viendolos saltar en su divina melena, entre aquel objeto de mi devoción, descubrí un reflejo azul intenso.

Miré mejor.

- ¿Que es esto, bonita?

- ¿El que?

- Volví a mirar: era una cuestión de enfoque, el reflejo no estaba en sus cabellos sinó al fondo, perdido allí atrás... En el arbol.

- El Arbol tiene ojos azules.

- ¿Qué dices?

- Míralo tu... -Eva volvió la cabeza-

- Seguro que han sido los niños. Han pegado algo.

- Te digo que tiene ojos azules, enormes, como raquetas de tenis. Ven

Nos acercamos a mirar y en medio del tronco, había unos ojos azules, de mujer. Desde cierta posición parecía una cara vieja, arrugada, fea, aunque con unos hermosos ojos azules.

- Este árbol tiene la mirada cansada -dijo Eva-

- Es como una mirada que hubiese tenido que soportar otras muchas. Crueles.

Y entonces sopló la brisa y al pasar entre las ramas, oímos un susurro que con voz femenina un poco ronca, envejecida, que parecía ser articulada por aquella cara-arbol:

- ... y el tiempo todo lo borra, y los sueños se hacen nada, y el amor se vuelve indiferencia, y el Todo va a la Nada...

- !No escuches! -le grité-.

Demasiado tarde, Eva estaba llorando.

- Vámonos -dijo con voz entrecortada por los suspiros. Las lágrimas le corrian por ambas mejillas.-.

La abracé. Los ojos habían desaparecido y la cara era árbol y el árbol era árbol y nada más.

Volvimos al día siguiente y el árbol no estaba, los jardineros municipales lo habían cortado. Me alegré de que se hubiesen cargado aquella cosa espantosa. Pero Eva tenía un tono melancólico en la mirada.

Su sonrisa se había ido.

Y no regresó jamás.
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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