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UNA NOCHE PARA NO OLVIDAR

Como siempre, mis hermanas se negaron a que fuera con ellos cuando el padre de Rodrigo me invitó a salir de “excursión” esa noche. No me hablaron ni me miraron durante todo el trayecto que hicimos a través del campo, en una noche más negra que la pez, alumbrándonos con linternas quien tenía y quien no, como era mi caso, siguiendo el rastro de algún haz extraviado que no impedía que tus pies cayesen en algún agujero, sobre todo cuando gritaban “un conejo” y todos volvían las linternas al interior del campo.
 

 

 
Desde donde vivíamos había que recorrer como unos cuatro kilómetros hasta llegar al castillo en ruinas que permanecía impávido siendo testigo del tiempo que ya nadie recordaba cuando ejercía de fortaleza. Tan sólo eran unas piedras formando una torre, lo único que permanecía en pie, el resto de la construcción estaba intransitable entre las piedras y las ramas de los árboles que habían sido arrancadas por el viento inmisericorde que, de vez en cuando, visitaba ese lugar con ánimo de dejarlo como un solar sin conseguirlo del todo.
 
La noche prometía. Yo sentía los aguijonazos de las miradas de mis hermanas que me dedicaban cuando pensaban que yo no las veía, el resto del tiempo se dedicaban a poner mala cara para que todos supieran que no estaban de acuerdo en que yo fuese con ellos. Como yo era la pequeña de todos y andaba más perdida que una gaviota en unos grandes almacenes, me dedicaba a seguirles, incluso cuando, dentro de los rescoldos de la construcción, me dijeron que tenía que subir por un gran madero con clavos gordísimos que hacían la vez de peldaños. Vamos, que yo ya me veía estrellada contra el suelo, con sangre cubriendo mi cuerpo y uno de esos clavos atravesando una de mis piernas. Cuando me preguntaron si me pasaba algo puse mi mejor sonrisa y subí con muchísimo cuidado.
 
Eran como unos seis u ocho metros de altura, daba miedo mirar abajo, por las piedras enormes que nos hacían de colchón. Pero esa planta tampoco estaba mucho mejor… Además del agujero por el que tratábamos de colarnos, había otros más que, en aquella noche sin luna, y sin linterna, era fácil que te colaras por ellos. El padre de Rodrigo apoyó una mano en mi hombro y yo pegué un brinco… no me esperaba un lugar tan… sucio… abandonado… y peligroso. Levanté el rostro para mirarle y me empujó un poco para hacerme andar hacia el centro esquivando un gran agujero, más grande que por el que yo estaba subiendo.
 
Yo ya veía mi epitafio, murió con catorce años por tonta, ni siquiera podía ver a ningún familiar en mi entierro ya que nadie se molestaría en despedirme cuando yo había tenido la culpa de estar muerta. Ya me estaba arrepintiendo cuando el hombre, el padre de Rodrigo, única persona de su edad ya que los demás estábamos entre los 25 y los 14, nos dijo que nos sentásemos en círculo. Nos dimos las manos, cerramos los ojos y… ¡Diosssss! Sentí cómo alguien caminaba por mi espalda, no por el ruido sino por el frío que sentí. Me enderecé todo lo que pude. Era verano, pleno de mes de julio y donde vivo las temperaturas suelen ser muy agradables de noche. El padre de Rodrigo hablaba bajo, pero su voz atronaba por todos los ladrillos, piedras, huecos… reverberando en el suelo como una vibración irreal, como si estuviésemos dentro de unos altavoces. Preguntaba algo de algún espíritu y que se manifestase… Intenté retirar la mano pero la suya me sujetó bien fuerte… No podía abrir los ojos, la columna vertebral se convirtió en piedra, me dolía muchísimo desde el coxis hasta el cuello, yo quería soltarme las manos, salir corriendo, de nuevo la presencia me dejaba la espalda helada, sobre todo cuando se para detrás de mí… al poco tiempo sentía cómo esa presencia corría por el exterior del circulo calculándolo por el poco tiempo que tardaba en volver a mi espalda. Yo odiaba esa sensación. Tenía la frente perlada de sudor, sentía que mi aliento salía helado de mi boca y el frío me invadía como en el peor de los inviernos. No me dejaban soltarme las manos y luchaba por salir de allí corriendo, aunque me cayese por ese agujero con el tablón lleno de clavos. Me daba igual. No soportaba tanto dolor de huesos, estaba congelada.
 
No sé cuánto tiempo pasó hasta que sentí una mano frotándome la espalda, era una mano grande, fuerte. Salté hacia adelante aterrada ante ese contacto, aunque fue amable y cálido y entonces me dí cuenta de que era el padre de Rodrigo que me miraba preocupado. Yo no abrí la boca, entrando en contacto poco a poco con la realidad. Solo le dije que por qué no me soltaba, que no quería seguir allí. Oí las risas de mis hermanas a lo lejos, señalándome, no era una risa amable más bien era acusadora. Algo dijeron a los que las quisieron oír de que yo tenía que llamar siempre la atención. Las miré fijamente sintiendo algo de bilis en la boca, ¿por qué me odiaban tanto?. El profesor me ayudó a levantarme y me llevó a parte. Me dijo que Marta, la otra chica a la que yo sujetaba la mano, se había asustado conmigo, porque le apretaba muy fuerte la mano, y a él también. Que les había costado hacerme volver. De hecho cuando abrí los ojos el círculo estaba deshecho,  no les había oído moverse entre los cascotes y la tierra, ni el roce de la ropa… ni sus charlas, risas… No compartía esos recuerdos con ellos y, según me dijeron, varias chicas habían gritado, algunos se reían en algo mientras el padre de Rodrigo invocaba a algún espíritu y se levantaron ya aburridos de que no pasara nada y algunos se lo tomasen como una excusa para bromear sobre lo paranormal. El hombre permaneció a mi lado con la chica asustada a la que yo agarraba de la mano como si me fuese la vida en ello hasta que logró que la soltara. Me habían puesto una chaqueta encima porque estaba helada pero ni me di cuenta de esto tampoco.
 
El hombre dio por finalizada la sesión en cuanto Marta empezó a protestar porque yo le hacía daño, se soltó con dificultad, se deshizo el ambiente de misterio y el hombre se quedó conmigo porque no despertaba del “trance” según lo llamó él. Sabía que algo quería contactar conmigo, vió y sintió mis síntomas, al resto del grupo les dijo que yo no me encontraba bien y, como estaba oscuro, no me vieron ni temblar a pesar de cómo me movía.
 
Fue una noche distinta, para recordar… unos de una forma, sin que nada extraordinario pasase por sus vidas, y yo, el padre de Rodrigo y Marta pues por motivos diferentes.
Datos del Cuento
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