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Categoría: Historias Pasadas

U.C.O. y yo

Pensé mucho en la forma de comenzar este relato. No es fácil expresar los sentimientos encontrados que se agolpan en un lugar como éste.
Aquí todos sufren...e intentan lances de torero para esquivar desapariciones definitivas...

Finalmente, tomé coraje y comencé a escribir salpicando este papel con las palabras que me dicta mi lastimado corazón...que aún estando herido nunca dejó de sentir.

U.C.O. significa Unidad Coronaria. Para algunos estas siglas inspiran temor. Yo viví a U.C.O. desde muchos aspectos: como familiar, como paciente...y ahora como visitante. Como familiar absorbía a bocanadas el miedo a perder a mi ser más querido, mi papá. Como paciente, tantos años después, ese miedo acumulado y guardado en un rincón, afloró y se convirtió en terror.... Ahora entro a U.C.O. para agradecer a quienes me ayudaron a superar esos malos momentos, y creo que comienzo a entender ese sentido tan primario de solidaridad que hace que tantas personas se dediquen a salvar o a mejorar la calidad de vida de otros.

Y mi historia comienza así: una no demasiado calurosa tarde de un mes de Marzo, estando sumamente inquieta y nerviosa, salí a hacer trámites...pero no pude concretarlos ya que una terrible opresión en el pecho me impedía respirar normalmente. Me senté en el primer escalón que encontré, en la puerta de una escuela. La gente comenzó a hacer lo que generalmente hace cuando ve a alguien descompuesto en la vía pública: se agolpa a su alrededor impidiéndole respirar, quitándole aún más el aire. En vano pedí que se alejaran, parecían sopapas...y por supuesto me diagnosticaron y recetaron...por lo que me levanté como pude, paré un taxi, y me dirigí al Sanatorio de mi Obra Social. El taxista que me tocó en desgracia no parecía demasiado inteligente, pues viendo mi palidez y el rictus de dolor, me preguntó varias veces el camino para llegar hasta allí. Le respondí mientras pude hacerlo, hasta que las fuerzas me fueron abandonando y, tirada en el asiento trasero, esperé pacientemente llegar a destino.

Tuve que obligarlo a que me abriese la puerta, ya que yo carecía de fuerzas para hacerlo, y a que se dirigiese a la guardia para pedir que algún camillero viniese a buscarme, ya que no podía ponerme de pie por mis propios medios.

En la Guardia fui atendida de inmediato...en realidad yo pedí que me hicieran un electrocardiograma pues, hija de un cardíaco, sabía perfectamente que mi malestar era de ese origen.

Afortunadamente, el médico ordenó que me hicieran ese estudio allí mismo...y el resultado fue tan poco normal...que de inmediato me condujeron, pese a mis protestas, a U.C.O.

Pese a suponer cual era mi dolencia y al comprobar que mis sospechas eran ciertas, me desmoroné. Y el miedo aquel del que antes hablé se hizo muy presente ante esa realidad que me tocaba vivir...y comencé a llorar con un llanto sin fin...que imagino conmovía a mis ocasionales vecinos de calvario. No pude dejar de llorar durante 3 días; no tenía consuelo, y las lágrimas tampoco me lo proporcionaban. Me sentía presa, sujeta con cables y agujas, y seguía sintiendo esa opresión en el pecho que me impedía respirar normalmente.

Tras esos 3 días en que permití que la angustia se diluyera en llanto, comencé a aceptar mi realidad, la que me tocaba vivir...pero no lo logré sola, sino por la afectuosa relación que médicos y enfermeros entablaron conmigo a través de las explicaciones, de las charlas, del no ocultarme mi estado, de hacerme ver que no estaba en un estadio terminal sino con grandes posibilidades de recuperación...y tanto insistieron, que comencé a creerles.

Comencé a apreciar el esfuerzo que ponían todos a fin de evitarme sufrimientos...y dejé que me empujaran para insertarme nuevamente en la vida.


Al mes de haber ingresado a U.C.O., me encontré diciéndole a una amiga: “perdí un mes entero de mi vida”..., ¡y eso no es ni cierto ni justo!. Quizás las circunstancias que me trajeron aquí fueron necesarias para reencauzar mi vida, darle otro sentido, dejar vicios, modificar hábitos...conocer más de las miserias y dolores...frenar mi mente...permitirme SENTIR otra vez, dejando de lado la rutina diaria que me hacía correr de un lado a otro quitándole tiempo al goce de vivir.

Y comprendí que hacía mucho que había decidido estar aquí sin saberlo, que lo ocurrido no era un castigo sino una consecuencia, y que nada es totalmente blanco o negro, claro u oscuro. De todo se aprende, con todo se vive...no basta con mirar...debe aprenderse a ver...no basta con oír....debe aprenderse a escuchar...

Y en mi paso por U.C.O. conocí seres maravillosos, y desarrollé aún más mi sentido de solidaridad. Aprendí a consolar al recién llegado, aprendí a escuchar y a calmar los llantos, y, lo más importante, quizás, es que aprendí a pedir ayuda. Yo siempre supe dar...y en U.C.O. aprendí a recibir... y éste fue el más penoso aprendizaje que me tocó atravesar, porque siempre me consideré tan fuerte, tan entera, que nunca pensé que necesitaría de la ayuda de mis semejantes. ¡Y qué equivocada estaba!

Y U.C.O., esté o no yo allí, sigue con sus constantes rutinas de control, con sus olores tan propios, con sus ruidos tan particulares, con esos murmullos cómplices, con esos pasos apurados que no intentan demostrar que quien los hace está librando una batalla contra el reloj...

Y U.C.O. no es una gran habitación con unas cuantas camas...ni tampoco lo son los pacientes...ya que éstos se renuevan constantemente.

U.C.O. es la gente que allí lucha para ganarle, día a día, muchas batallas a la muerte. Y lo logra, la mayoría de las veces.

Y es por eso, que pese a que pude salir caminando por mis propios medios de U.C.O., vuelvo, con una relativa frecuencia, a visitar a quienes hicieron posible que hoy escriba estas líneas, pues creo que con un solo y enorme GRACIAS...no es suficiente.

Y a partir de mi paso por U.C.O., muchas cosas cambiaron en mi vida, entre ellas, la forma de vivirla, nada más y nada menos.



Dedico este escrito a todo el personal de U.C.O. del Sanatorio "Julio Méndez", y quisiera que cada tanto lo lean, y que se lo muestren a aquellos pacientes que, como yo al entrar a esa Unidad, creen que su vida está llegando a su fin.
Otra vez más, gracias a todo el cuerpo de médicos y enfermeros y, pese a que los quiero mucho, prefiero seguir visitándolos y no recurrir a los excelentes servicios que prestan. Y... espero que esta última frase no los ofenda.
Datos del Cuento
  • Autor: faier
  • Código: 3111
  • Fecha: 19-06-2003
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
Juan Andueza G.
invitado-Juan Andueza G. 20-06-2003 00:00:00

Mira tu efecto : ni a balazos seguí leyendo el cuento. Mira si uno empieza a sentir esos sintomas de puro neurótico no más. Espero por ti que sólo sea ficción.

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