"Una minúscula profecía te entrego en esta rosa. En ella tu vida está grabada, pero no te afanes en descubrir su misterio, sólo apréciala, huélela, siente su suavidad y, sobre todo, hinca bien sus espinas en tus dedos, rasga tus mejillas y compara tu san gre con el color de la rosa. Déjala desfallecer, deja que el tiempo marchite su belleza. No intentes hacerla tuya, porque te condenarás a vivir su muerte eternamente".
Las palabras de aquel viejo fueron saliendo de la niebla de mi memoria como un buque fantasma. Parecía que había pasado más de cien años desde que don Juan puso la rosa en mis manos, dijo aquello y murió. Pero yo todavía llevaba puesto mi traje de luto, aún no me quitaba los zapatos de charol llenos de barro, y el exceso de café, seguramente, no me dejaría dormir. La rosa la puse en la mesita de noche, en un vaso con agua.
Desde que me metí a la cama sabía que iba a ser una de aquellas noches de insomnio y desesperación. No podía ver televisión porque la había vendido para pagar la luz y, para colmo, usé el dinero para beber. La mísera vela que me iluminaba no cesaba de mo verse, lo cual hacía muy difícil la lectura, pero lo peor era que no había comprado ron. Estaba solo con la rosa.
Me recosté, resignado a aburrirme como un muerto. Saqué la rosa del vaso y me dediqué a observarla. Recordé las palabras de don Juan, especialmente la palabra profecía. Por qué tanta solemnidad. Por qué no utilizó una palabra menos grave, como predicción , anuncio, premonición o algo que significara saber con antelación un pequeño suceso del destino. Pero en cambio dijo profecía, la cual, por muy pequeña que sea, infunde un instintivo y ancestral respeto; y me dejó el encargo de velar por ella. El problem a no era precisamente el cuidado de la rosa; mi problema era la tentación de romper el consejo de don Juan, e intentar descubrir cuál era mi futuro. De cualquier manera no creí que habría posibilidades de que me pusiera esotérico aquella noche. Mi vida ha bía tomado un rumbo demasiado chato; ya no creía en supersticiones, me burlaba de los religiosos y hasta la literatura fantástica me producía malestar. En tres palabras: no tenía esperanza. Me importaban un pepino mi futuro, esta vida y la otra. Ya no esc ribía desde hacía unos meses, ni leía poesía; ya no frecuentaba a mis amigos poetas, y María me había dado el sano consejo de que no siguiera visitándola, porque me podía herir aun más de lo que ya lo había hecho. Así que, aparentemente, la rosa y su secr eto estaban a salvo.
Pero inevitablemente me puse a pensar en don Juan. El viejo representó la única faceta irrazonable de mi vida que respeté. Nunca dejé de visitarlo, aunque había días en que me daban ganas de no volverlo a ver. Especialmente cuando me ponía a rezar antes de la comida. Si no hubiera sido porque siempre lo hacía cuando los fríjoles ya estaban sobre la mesa, y a mí se me retorcían las tripas de sólo verlos, no hubiera aguantado tanto rezo. Al final, creo que a los dos nos obligaba a rezar la misma razón. Lue go me ofrecía un cigarro y tenía que calarme un discursito de aprendiz de brujo, cosa que no me caía tan mal. De postre venía con una especie de limpia; cosa que me caía de la patada, pero a estas alturas ya se aproximaba la hora de la refacción y no le podía hacer el feo a las champurradas con chocolate caliente. Cuando ya no podía satisfacer más mis primeras necesidades, comenzaba a lanzarle dardos de materialista resentido a don Juan, quien no hacía otra cosa que devolvérmelos con miradas de fuego y pruebas de fe. Un día que se hastió de mi lógica, me retó a vencerlo en un pulso entre nuestras fuerzas: "Mi fe contra tu amarga lógica. El que ría al último, gana", dijo. Con el tiempo, el hambre dejó de ser el único motivo que me obligaba a visitarlo: le fui tomando cariño a aquel viejo parlanchín que se apiadó de mis huesos.
No podía hacer menos que dedicarle unos minutos a su memoria; un pequeño homenaje de amigo pobre, y de mal amigo, en mi caso. Así fue como, de recordar mis tardes donjuanescas, pasé a pensar en la rosa.
El único y mejor homenaje que podía darle a don Juan era el del beneficio de la duda, y tomar en serio, al menos por unas horas, aquellas sus últimas palabras. La rosa fue tomando su lugar en mis pensamientos. La tomé y la balanceé frente a mis ojos.
¿Era posible que entre los pétalos dulces de aquella flor estuviera escondido un mensaje para mí? La fui observando cuidadosamente. La olí. La pasé por mi rostro sintiendo su suavidad. Poco a poco fui experimentando cierta tranquilidad; como si fuera un niño, me sentía deliciosamente irresponsable, fresco. La vida era nueva. La rosa huele a niña e inocencia. El primer día del mundo.
Tenía tan cerca de mí la rosa, que sentía como si toda la habitación fuera un capullo, yo adentro, flotando en el líquido de la vida. Sin motivo, arranqué un pétalo y como si se hubiera roto alguna membrana que mantuviera aquella dulce atmósfera en su lu gar, sentí como se fue vaciando mi habitación de la magia que me había embelesado algunos segundos antes. La temperatura cambió y tuve que abrigarme. No comprendía la magia de aquella flor, pensaba en don Juan y en cómo pudo haberme sugestionado para hace rme sentir así ante una frágil rosa. Con el pétalo entre mis dedos recordé vagamente algunos versos de Sor Juana, algunas comparaciones entre la vida y la rosa, la belleza y la rosa, la juventud y la vejez; también, recordé "El soneto de rigor" de Benedet ti. Las rosas son inevitables, pensé, hasta para un insensible como yo. Hice caso a don Juan: hinqué una espina verde en mi dedo. Cuando la sangre salió, la limpié con el pétalo y, luego, traté de reconocer la diferencia en los colores. No la había. La ro sa es del color de la sangre. La espina es verde y saca sangre, lágrimas de sangre.
La noche fue corta. Amanecí con la flor estrechada sobre mi pecho; deshojada y marchita. Recuerdo que, después de largas horas entre el rojo y el verde, la estreché amorosamente sobre mi pecho, pero también recuerdo haber sentido ser yo quien fui estrech ado por la flor en su regazo de madre, arrullado en su silencio de cálida cama. El color rojo había palidecido, el verde estaba más vivo. La noche con aquella flor no me había caído mal.
Aquel día amanecí un tanto mejor, en el sentido de actitud hacia la vida. Interrumpí mi suicidio a largo plazo. Conseguí un trabajo, trabajé toda la semana y el viernes cambié un mísero cheque en el banco. Me fui al Centro y compré algunos libros de poem as. En una servilleta, le escribí a María los versos más cursis que jamás he escrito. Fui a su casa y, como estaba anunciado, me hirió como nunca lo había hecho. Por la noche, me emborraché. Al día siguiente, escribí esto, mientras me maldecía por haber o lvidado aquel inocente reto y por haber tardado tanto tiempo en interpretar correctamente la sencilla profecía de don Juan, la cual, a estas alturas, no me parece más que una adivinanza y que de paso rima.
Don Juan resultó no ser tan inocente, pensándolo bien, hasta un poco cruel; no en vano era un fanático de las penitencias; en cambio, yo volví a tropezar de nuevo con la misma piedra. Lo peor es que el viejo ganó, y ganó para siempre: me dejó clavada la espina siempre verde de la esperanza.