por Gerardo Oviedo
El único camino para llegar a la verdad, es mentir, dijo en 1967, impertérrito, el joven doctor Karl Gustav Frank frente a los alumnos de doctorado e invitados en la Universidad de Berlín. Pero sintió un ligero rubor cuando continuó su ponencia: Y el único camino que lleva al fracaso es el arte. Por lo tanto, señores y señoras, el artista siempre miente. Todo arte es un fracaso verdadero. Algunos de ustedes serán los fracasados de las próximas generaciones.
Alumnos y maestros lo miraron azorados. Quién se creía ese pretencioso jovenzuelo para hacer semejantes afirmaciones y precisamente en la semana internacional sobre investigaciones estéticas de la Universidad. Pero en realidad, la gota que derramó el vaso y que dejó de cabeza al auditorio fue su siguiente afirmación: El arte es la inutilidad absoluta del ser. Se escuchó un murmullo generalizado que fue creciendo, hasta que algunos de los alumnos más jóvenes se levantaron y comenzaron a aplaudirle. Ahí, un año antes de cumplir los 26 años, el doctor en filosofía del arte, Karl Gustav Frank, inició su propio retorno al vacío.
En primer lugar, ¿cómo se podría hacer una afirmación semejante sin sufrir las consecuencias directas del cuestionamiento? Así, cuando vino la ronda de preguntas y comentarios, el maestro emérito en filosofía Don José Silva de Medina, de la Universidad de Salamanca, alumno de Unamuno y amigo de Ortega, levantó la mano. Franquista como era, con el rostro adusto, el maestro se incorporó de la silla en la primera fila cuando le dieron la palabra, aclaró su voz mientras con la mano alisaba su barba un tanto encanecida.
—Os sorprende que una persona tan brillante como vosotros, porque es bien conocida vuestra reputación en este medio, por sus interesantes y a veces temerarios ensayos, tenga tantos errores filosóficos en una sola frase: “El arte es la inutilidad absoluta del ser”.
Ahí en el estrado, el Doctor Karl Gustav Parecía más joven de lo que en realidad era. Sus ojos azulados y el cabello peinado hacia atrás, sugerían una infancia alineada al canon de la época. El doctor Frank clavó la mirada en el maestro Don José. Tomó un poco de agua y luego se llevó la mano al bolsillo del saco como si fuera un tic cuando se ponía nervioso, como si el bolsillo le pesara. Un momento después apuntó algo con su estilográfica mont blanc, que le había regalado la universidad de Oxford cuando fue a presentar una de sus más atrevidas ponencias. “El arte como escape individual dentro de la fuga colectiva”. Aquella ocasión, los ingleses tomaron con escepticismo las palabras del doctor, pero una semana después le llegó un paquete con una carta de Sir John Brighton, decano de la Universidad. Aclarando que sería un placer que en un futuro cercano, el maestro aceptara la propuesta de una cátedra. Y en agradecimiento le enviaban un presente. La pluma con incrustaciones de oro y jade. El Doctor Frank, jamás supo que quien fue el verdadero autor de esa gestión, había sido un tipo de lentes oscuros y barbudo que durante toda su ponencia se dedicó a escuchar en un rincón: Sir John Lennon antes de que devolviera su condecoración y título a la reina Elizabeth.
El maestro Don José continuó después de dar un respiro a sus palabras. También en su juventud había querido revolucionar el arte de la poética, pero el matrimonio, la vida política al lado del generalísimo, y el convertir en verdades buenas, todas las atrocidades de Franco, además del tiempo que perdía en las lecturas para su cátedra, habían terminado por cegar todo su poder creador. Era cierto, el ímpetu se pierde con la edad, aunque claro, decía a sus alumnos en Salamanca hay quienes nunca nacen con talento.
—El “absoluto” no debe jamás ir entremezclado en la misma oración con el “ser” a menos que sea para contradecirlo. El ser es relativo. Recordaros, querido Doctor, desde que se ha plantado la semilla Existencialista, desde Kierkegaard, con su concepto de la angustia, hasta el bienaventurado de Haidegger, ya no podemos hablar de absolutos en el ser. Ahora bien —continuó el maestro-. Sarte menciona al ser como un vacío de la idea. Por lo tanto contradice la primera parte de vuestra oración. El arte, desde los griegos fue la idea. Llevamos tres principios que no deben alterarse. Vuestra afirmación: “El arte es la inutilidad absoluta del ser” resulta en cualquier caso absurda.
El doctor Karl Gustav volvió a escribir algo sobre la hoja que tenía delante de su mesa de conferencia. Mientras el maestro Don José tomaba asiento. Vino un aplauso.
Después de estar viajando durante los últimos meses, dando un seminario en la Sorbona de París o en la Universidad de la Habana y teniendo una invitación a la puerta para asistir a un congreso de investigadores en Harvard, Karl comenzó a sentir una extraña pesadez en las piernas. Sentía que le faltaba hacer un poco de ejercicio. Levantarse un día, aunque fuera un solo día temprano. Casi toda su vida había sido nocturno. Enmarañado en aquella biblioteca que su padre le había dejado. Karl Padre, un poetastro mediocre, al que Karl Gustav criticaba tanto por sus ripios, solecismos y sobre adjetivación en sus poemas de arte menor.
Entonces tocó el turno a Jean Du Lapine, discípulo en sus inicios de Sarte, pero que había roto con él después de que descubrió al gran maestro husmeando en su escritorio. Jean Paul Sartre se defendió al decir que andaba buscando una goma de borrar. Pero, en estos casos la paranoia era mejor que la dejadez, Jean du Lapine trasladó su centro de investigaciones a otro piso, y meses más tarde se mudó definitivamente. No quería que nadie le robara la idea primigenia de que el “ser” en realidad era una metáfora en la cual sólo se pensaba cuando el hombre caía en la ociosidad.
—No estoy de acuerdo con el maestro Silva de Medina. Pero en todo caso tampoco estoy de acuerdo con usted, monsiur Karl —dijo Du Lapine-. La afirmación que ya se ha comentado aquí merece más que una explicación ontológica una explicación social. Me refiero, evidentemente, al factor humano. En esta época, el arte, entendido como el conjunto de reglas que propician la creación de reglas nuevas, no genera un modus vivendi adecuado para el ser en sí, es decir el sujeto. En esa parte podría concordar con usted, docteur Karl. Efectivamente, el arte es inútil, y yo hasta agregaría innecesario.
Karl sirvió un poco más de agua de la garrafa en su vaso. Miró como se iba llenando. Pero no bebió agua a pesar de que sentía la boca seca. Dejó el vaso a medio llenar, podría ser una explicación filosófica coherentemente visual sobre el pesimismo. Si Nietzsche viviera, de seguro les escupiría sus mediocres frases echándoles la garrafa de agua encima. Karl sonrió con desencanto ante este súbito pensamiento.
—Usted, monsiur, debe recordar que Kant asumía la posibilidad de autodestrucción de la razón, basado en el principio de que el ser, cuando deja de pensar, pierde toda esencia. Por eso tampoco estoy de acuerdo con usted, docteur Karl. Su afirmación de que el arte es la inutilidad absoluta del ser, a mi parecer, quita parte de la lógica de que el arte debe ser un producto social para el deleite de los sentidos. Entiéndase un juego lúdico. Por lo tanto, El arte debe ser inútil por naturaleza y no por obligación.
Esta última frase sacó a Karl de su ensimismamiento en el vaso con agua. Miró hacia donde estaba el público y echó una nueva hojeada a todos los pares de ojos que lo miraban. Sabía que todavía no era tiempo de responder. Faltaba que el moderador le cediera la palabra después de todas las preguntas o comentarios. Cruzó la pierna por debajo del mantel blanco. Las piernas en verdad le dolían. Sintió un hormigueo en la planta del pie. Era como un abismo que le reptaba hasta la médula espinal.
—En definitiva —dijo Jean Du Lapine—. Toda afirmación absoluta carece de sentido como la misma existencia de Dios.
Se oyó en el auditorio una fuerte exclamación. Los mismos estudiante jóvenes, ahora aplaudieron con mayor fuerza.
Karl también sintió ganas de aplaudir, no por las ideas expuestas, sino por hacer algo con sus manos, pero no lo hizo. Llevó su mano al costado de su saco con ese tic casi imperceptible. Quería encontrar las palabras justas para su respuesta, si es que existían las palabras justas y las respuestas correctas para cada pregunta. Sobre todo cuando comenzó su disertación al decir que para llegar a la verdad, había que mentir. Karl se había mentido durante toda su vida. Conocía cada recoveco de la historia y del arte. Sobre filosofía clásica y moderna. No por ello estaba donde estaba. Siempre con el mejor promedio de clase. Siempre ganando concursos de conocimientos. Karl habría sido un niño genio, si no tuviera una sola falla. Jamás había podido escribir siquiera un poema grotesco como los que su padre escribía. Era incapaz de concatenar dos palabras para crear una imagen. Por esos decidió a temprana edad estudiar a fondo la raíz de las cosas. Y olvidar esas madrugadas estériles en que trataba de escribir algunos versos. Y luego los rompía, sabedor, quizás, de que jamás sería un Arthur Rimbaud.
Cuando se preguntó en el auditorio sí alguien tenía otra pregunta o cosa que agregar, una mujer joven levantó la mano. Karl la miro sin verla, con la indiferencia que le producía en ese momento que el auditorio estuviera lleno o vacío.
—Mi nombre es Martina y estudio la licenciatura en historia del arte, pero me gusta pintar. Yo sólo quiero hacerle una pregunta, doctor Karl.
Karl miró hacia la puerta. Afuera hacía calor, porque veía las sombras de los pájaros que pasaban volando de vez en cuando. No estaba muy seguro de lo que iría a hacer en cuando acabara el público de hablar y él retomara el control. Así había sido siempre. Con la razón en la mente y nada más. Y en el arte era necesario dejarse ir, volar, y caer en picada, hacia cualquier abismo, como los pájaros de afuera, pero Karl sabía que esto sería lo único imposible de aprender: A tener talento. Entonces en ese instante sacó una conclusión: Todo artista necesita su infierno particular para renacer.
—Si usted dice que nosotros seremos el fracaso de la próxima generación —dijo la joven—, entonces, de acuerdo con lo que interpreto, doctor Karl, ¿Usted es el éxito?
La sala quedó fría. Karl trato de respirar profundo. Parecía que el aire no le entraba a los pulmones. Tomó su pluma como si fuera a escribir algo, pero se arrepintió. Soltó la pluma sobre la mesa y mejor tomó el vaso con agua. La boca le sangraba de sed. En ese instante quiso recordar algunos hechos sobresalientes de su vida, incluso los agradables. Pero no lo logró. Cerró un instante los ojos y vio sólo oscuridad. Regresó el vaso a la mesa sin haber bebido nada. Se llevó por tercera ocasión la mano al saco, pero esta vez sí tomó el objeto que llevaba. Miró para un lado, luego para el otro. Vio al maestro don José. También a Jean y a la muchacha que aún permanecía de pie con el micrófono en la mano. Karl no supo si lo pensó o lo dijo en voz alta, pero cuando sacó la luger alemana del bolsillo y se lo puso sobre la sien todos pensaron que el doctor tendría una respuesta genial.
—Si —contestó Karl Gustav Frank—. Soy un éxito.
Y disparó.
Nota Póstuma: Cuando enterraron a Karl, en el cementerio de Berlín, trazaron sobre su lápida la última frase que escribió ese día con su pluma mont blanc. Luego se fueron todos hasta que años después esa parte tuvo que ser removida porque se construiría un centro comercial Home Smart, dejando la tumba de Karl Gustav Fank sin sus tres únicas palabras sabias: “Estoy tan cansado”
me encantó, una clara muestra del poder de un "literanauta" mexicano, se nota que estas estudiando filosofía, tus teorías, tus cambios de perspectiva, son excelentes.