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TODOS LOS OSOS PUEDEN BAILAR Y CANTAR

Gasta sus noches en rescatar de entre la basura de Buenos Aires libros, discos, fotos y cuanto objeto considere útil a otras personas. Marcelo Peroggi, un verdadereo ciruja siglo XXI

La primera vez que tuve delante mío el texto de Marcelo Daniel Peroggi, aparecido en la modesta pero excelente revista Moriana, me costó encuadrarlo en algún molde conocido: “No me preparé para esto, pero la realidad es ésta, soy un joven ciruja siglo XXI. (...) Ser ciruja siglo XXI es recorrer las calles de Buenos Aires y de repente encontrar, por ejemplo, en un conteiner mas de 100 libros y cargarlos en bolsas negras de nylon o rescatar otros tantos ejemplares que se asoman desde las despanzurradas bolsas de residuos entre cáscaras de huevo, papas y otras menudencias”.
Siempre había mirado con interés la actividad de los nuevos cirujas, esos seres empujados por la crisis económica a convertirse en recicladores de lo descartable, en comedores de basura, en una grotesca caricatura de los antiguos botelleros que integraban naturalmente el paisaje de los barrios. Pero lo que estaba leyendo era otra cosa: “Con esta colección callejera que voy haciendo he armado la Biblioteca Facundo, compuesta por una gama de cosas raras como ser: chirimbolos varios, imágenes cristianas y paganas, posters y hasta un traje de novia que espera una enamorada para tomar vida”. ¿Estaba ante un relato testimonial o un cuento fantástico? Me pareció imprescindible una entrevista para resolver la incógnita.
“Mi primer trabajo fue en el Juzgado Electoral de la Capital Federal. De allí me echaron por ‘subversivo moral’, así decía el informe. Yo defendía a mis compañeros, era delegado de A.T.E. Y, bueno, kaput, el secretario de turno me dijo que era un peligro para la institución. Fue por el 90’. Pasó el tiempo y entré a trabajar en el Registro Nacional de las Personas, donde estuve cinco años. Y ¿qué pasó? Marcelo Peroggi delegado y otra vez afuera. No sé de donde venían esos chicos. Eran todos callados, cabizbajos. Pero yo veía que tenían inquietudes. Es así que les hablaba y les hablaba, hasta que empezaron a tomar fuerza y se avivaron. Conseguimos una hora de descanso y otras cositas, pero todo eso conspiró en contra mío. Busqué otras alternativas, hasta que entré en el Servicio Meteorológico Nacional, pero me volvieron a echar por lo mismo. Al final me puse a trabajar en una empresa de limpieza, en donde la mayoría ni terminó séptimo grado. Les hablo, les digo que tienen que crecer, que todo es posible si se lo proponen. Los patrones me miran mal, pero por lo menos me dejan trabajar”.

El Descanso del Peregrino

Estoy a pocos minutos de la estación de Morón, sentado en lo que alguna vez debe haber sido el living de una típica casa de clase media, ahora transformada en una extraña organización de ayuda a los más necesitados, aunque sin carteles que la anuncien, ni presidentes, ni empleados. Marcelo ceba mate rigurosamente dulce. Sus treinta y tres años dejan ver un rostro aindiado y feliz. “Yo a este lugar lo llamo ‘El Descanso del Peregrino’, porque todos los que se sienten solos pueden venir aquí a ‘recargar las pilas’ por un tiempo. También vienen muchos chicos para contarme cosas íntimas que no pueden hablar con sus padres. A veces también funciona como consultorio sentimental”. Se lo ve inquieto y vital. Su voz impostada casi me abruma con relatos de personajes marginales que conoce mientras cirujea: “Quiero escribir algo sobre la ‘fauna’ de la Avenida de Mayo, como por ejemplo la vida de Mónica, que ejerce la prostitución entre otras cosas para pagarle la carrera universitaria a sus hijas; o sobre la Vikinga, que avanza con sus terribles pechos, como si fuera una de las gordas de Federico Fellini”.
Está rodeado, como en un gran cambalache, por todos los “tesoros” que consigue en la calle, y de cada uno me cuenta una historia. Relojes, juguetes, ropa, teléfonos, lapiceras Parker con pluma de oro (“siempre quise tener una y el otro día encontré dos entre la basura”), el título de abogado de Gustavo Eduardo Ferrari y miles de fotos “como para hacer varias exposiciones”. Tampoco faltan discos de pasta, como en el que canta Mariquena Monti poemas de Alfonsina Storni, o el homenaje de Joan Manuel Serrat a Miguel Hernández. Y libros de todo tipo, forma y calidad, que van desde Escritos Económicos, de Ernesto Guevara, Filosofícula, de Leopoldo Lugones (“el que encontré es un ejemplar firmado por el hijo del autor”), hasta comics pornográficos de reciente edición.
“Todo lo que encuentro es en el mismo circuito, sobre la avenida Rivadavia, entre Congreso y Once, siempre por la misma vereda. Al otro día me levanto temprano porque me gusta el silencio de la mañana, me tomo unos mates, reviso todo, lo reacondiciono y ya está listo para entregarlo. Después mucha gente viene acá y se lleva lo que necesita, o vienen los chicos del barrio a consultar libros para la escuela. ¡Hasta las estanterías de la biblioteca las encontré en la calle! Además mando ropa y otras cosas a las escuelas de frontera y a los colegios de la zona. La gente que lo recibe no me cree que todo lo que les mando lo consigo cirujeando. También envío muchos libros al penal de Sierra Chica.
- Cómo se te ocurrió esta idea?
- Hace mucho, con otros amigos, asistía a la movida cultural del Centro Cultural Ricardo Rojas, en Capital. Allí hice amistad y trabajé con muchos que hoy son famosos, como Darío Lopérfido, el fallecido “Batato” Barea, Urdampilleta, Tortonese, la gente de Gambas al Ajillo. Con ellos salíamos a cirujear en busca de material para las escenografías y los vestuarios de las obras de teatro. Todo salía de lo que recogíamos de la basura. Allí descubrí el gustito a reacondicionar y darle vida a los desperdicios.
- ¿Cómo es el ambiente del cirujeo?
- El único que busca libros soy yo. Los que realmente cirujean son gente que tiene hambre. Vienen con sus carritos de Avellaneda, Lanús, Luján, en su mayoría analfabetos. Por otro lado están los plomeros, que buscan canillas y esas cosas, y los técnicos que se llevan las computadoras para repuesto. Esos son muy vivos porque saben lo que quieren. También hay otra gente que nunca sé lo que busca. Cuando yo paso, generalmente ya pasaron otros buscando latas o comida. Entonces suelo encontrar pilas de libros ya separados. Aunque otras veces tengo que meter la mano en la basura. Llega un momento que tocás la bolsa para saber lo que hay adentro sin tener que abrirla, más o menos como un médico cuando ausculta. Tenés que tener cuidado por si hay vidrios y para no perder tiempo abriendo la que no tiene nada. En general el ciruja es solidario. A veces me dicen: “Vos no sos del palo”, pero me respetan.

Un reciclador de esperanzas

Curioseando por el resto de la casa, observo que se necesitaría mucho dinero para hacer las refacciones imprescindibles. ¿Quién es este hombre, con pinta mitad de vendedor ambulante y mitad de místico oriental, que da a otros, no ya lo que le sobra, sino lo que le haría falta a él? Veo en otra habitación, entre el humo de un sahumerio que lucha contra los olores de la humedad, el vestido de novia recuperado. “El traje del novio lo tengo en el ropero y lo uso para algunas ocasiones especiales”, me comenta entre carcajadas. “Anoche también encontré la agenda de una chica que primero menciona su sospecha de embarazo, unos días después la confirmación del Evatest, y ocho meses más tarde escribe llena de felicidad: ‘¡Nació Facundo!’”. Se me ocurre pensar que mi entrevistado es una especie de predestinado, cuya misión es reflotar objetos que esta sociedad hoy considera sin valor, algo así como un arqueólogo del corazón, un reciclador de esperanzas. Le menciono un par de veces la palabra “anarquista”, pero mi ocurrencia no le resulta cómoda. “Soy un libre pensador”, me dice con mirada cómplice. Y mientras en un nuevo esfuerzo trato de imaginarlo como un sacerdote sin sotana, o un extraño santo sin aureola ni devotos, me sorprende contándome que “de pibe empecé el seminario. Quería ser sacerdote para ayudar a los demás a andar. Hasta que ese año llegó el momento de la famosa campaña Más por Menos. El último día pusieron todos los sobres de colaboraciones sobre la mesa y comenzaron a revisarlos prolijamente. Donde había un sobre gordito se habría y se guardaba, y los menos gorditos iban para la gente. Con la ropa lo mismo. Yo veía que las damas de caridad, esas viejas chupacirios que viven haciéndose la señal de la cruz y son de las más crueles que hay en la vida, separaban la ropa. Lo más nuevo se lo quedaban ellas y lo mas viejo, lo roto, era para los pobres. Entonces yo me dije: ‘Esto no es para mí’. Esos sacerdotes viven como reyes y después van un rato a la villa para figurar. Además no me cabe en la cabeza que la iglesia tenga un Dios que castigue, que te tengas que arrodillar ante la estatua de alguien que ni siquiera sabés si alguna vez existió. La iglesia siempre pide perdón, perdón, pero el Papa de ese sillón no se mueve; no dice: ‘Vengan todos los pobres a vivir conmigo, o todos los refugiados, o la gente que anda dando vueltas sin tener un hogar’. Yo actualmente sólo creo en la fuerza de cada hombre”.

Regresar a las fuentes

- ¿Qué pensás de la sociedad actual?
- Que el mundo está enloquecido. Cada vez hay más incomunicación, más biombos que separan. Los chicos quieren ser como Diego Maradona, que sin estudiar ganó millones. Tenemos modelos equivocados, que el Estado y los medios masivos de comunicación fomentan. Nos lanzan al consumismo y ni siquiera hay trabajo. Por eso los chicos están desesperanzados. Acá en el barrio gana el alcohol y el Poxirrán, la droga de los pobres. Otros se suicidan o se hacen matar por la policía.
- Tenés alguna expectativa de cambio político?
- Mirá, los Inuits, que ahora los llaman esquimales, tienen una proclama que dice: “Todos los osos pueden bailar y cantar”. O sea, todos pueden cambiar. Pero lo tienen que hacer y no dejarse llevar por el sistema, como ocurre ahora. Esta generación quedó atrapada por las imágenes. Llevan en sus remeras la foto de los Redonditos de Ricota, pero nunca se ponen a escuchar sus letras. Lo mismo pasa con la foto del Che Guevara. Actualmente parece que estamos comprobando que el hombre no tiene límites hacia abajo, hacia las atrocidades. Hoy se dice: ‘Todos los osos son capaces de comerte’. Bueno, intentemos también la otra mitad de lo que es capaz el hombre; probemos que “todos los osos pueden bailar y cantar”.
Ya es de noche cuando me voy del Descanso del Peregrino. El tibio apretón de manos de la presentación se convierte en un cálido abrazo, con promesas de volver a compartir pronto unos mates. Me llevo en la carpeta el cuento Alicia, que Marcelo publicó el año pasado en una antología aparecida en la provincia de Córdoba, y una recomendación: “Recalcá que se regrese a las fuentes, a las mesas de todos juntos, como La Familia Campanelli. Que los padres le den confianza a sus hijos para que en el futuro sean seres con personalidad, convicciones y que no se dejen llevar por la colectora”.
Ya de regreso a mi casa, en el tren atestado de cansancio y hastío, una mujer le cuenta a su compañero de trabajo cómo había hecho, “antes del Tequila”, para convertir un viejo Fiat 600 en un próspero maxi-kiosco que despachaba doscientas Coca-Cola por día. Recuesto mi cabeza contra la ventanilla, cierro los ojos y renuncio definitivamente a saber si estoy ante un relato testimonial o un cuento fantástico.

Juan Gimeno
Datos del Cuento
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