Lo de la televisión resulta interesante. Lo del matrimonio, también.
Quizás no os lo haya dicho nunca: me casé. Aunque no sea para enorgullecerse, es la verdad. Recuerdo con gran satisfacción cada noche, de vuelta en casa tras una dura jornada laboral, cómo mi mujer y yo, acostados sobre el sofá del salón, nos regalábamos besos y caricias. Todo parecía maravilloso, porque todo era maravilloso. No había ningún problema a la hora de realizar las labores de la casa. Yo cocinaba, y ella lavaba y planchaba la ropa. El resto del trabajo lo hacíamos a medias sin ningún tipo de reparos (el sexo, por supuesto, pertenece a este apartado).
Nos gustaba ver la televisión después de cenar. A veces nos despertábamos de madrugada tras habernos quedado dormidos en ese mismo sofá, mientras una maravillosa cama de matrimonio nos esperaba en nuestra habitación. El caso es que mi mujer era/es una mujer muy ilustrada. Desde que la conozco le han gustado los programas culturales, el cine independiente, las tertulias literarias, los documentales de la vida animal, y cosas por el estilo. Yo, sin embargo, soy más amigo de los deportes, de las películas porno y, aunque me cueste reconocerlo, de los culebrones sudamericanos. Evitando enturbiar esa hermosa convivencia, yo solía decir: «Lo que tú quieras, cariño», cuando me preguntaba con el mando en la mano qué me gustaría ver. Otras veces disfrutaba de un partido mientras ella leía a Kafka, Proust o Joyce en la otra habitación (ya he dicho antes que es una cultureta de mujer). Hasta ese punto todo marchaba a la perfección. Lo malo llegó cuando coincidió Casablanca con un Real Madrid-Barça. Nuestras posiciones se aunaron en el falso «Lo que tú digas, cariño», tratando de esa manera de provocar cierta abnegación por parte del otro. Y ejerciendo ese poder de seducción que siempre le ha caracterizado, yo acababa en el bar de abajo, asediado por los gritos y burdos comentarios de cuatro borrachos mientras Figo marcaba o Ilgner paraba un penalti.
Pero como todo tiene un límite, me quejé de que siempre se saliese con la suya en nuestros tele-conflictos. «Porque eso es mentira, porque yo trabajo más que tú, porque es más normal que baje un hombre al bar que no una mujer, porque eres un calzonazos...» Lo último no lo dijo, pero lo pensó. En conclusión: nuestra primera crisis vino espoleada por este tipo de conflictos televisivos. Así pues, decidimos comprar una portátil, que acabó en la habitación de al lado. Siempre era yo el quien se refugiaba allí, pero al menos no tenía que salir de casa. Pero ese "tú en el salón y yo en la habitación pequeña", por increíble que parezca, empezó a desatar nuestros lazos afectivos. Nos habíamos acostumbrado a esa dinámica de tal forma, que pocas eran ya las veces que nos refocilábamos en el sofá como aquella pareja de tortolitos que en su día fuimos. En ocasiones la esperaba en la cama; otras veces era al revés. A veces yo quería contarle algo que había visto en la tele, y cuando llegaba a nuestro nido de amor, ella dormía como una marmota - y viceversa, por supuesto -. Habíamos definido con tal severidad nuestras parcelas, que más que cónyuges parecíamos vecinos.
A los dos meses de adquirir la tele pequeña, se estropeó. La llevé a arreglar, y tres días después pasé a recogerla. Algo pasó por mi cerebro tras salir del taller; algo extraño y poderoso. Cuando llegó mi mujer a casa por la noche, le dije con cierto recelo, por no llamarlo miedo (no veáis el carácter que tiene...) cuando me preguntó por la televisión: «Esto... no te gustará saber que... que... la he regalado a un matrimonio joven que trabaja conmigo. No andan muy bien de dinero... y... pensé que sería buena idea.» Ella me miró con instinto asesino. «Pero no te preocupes - añadí -, no me importa ver lo que tú elijas. Sinceramente, de verdad, quiero ver lo mismo que tú...» No dijo nada. Seria, se sentó en el sofá. Me miró como si yo fuese el fantasma de su difunto padre. Encendió el televisor, al que dedicó una mirada ausente, mientras se planteaba si sería buena idea clavarme un cuchillo en el corazón, y, tras descargar el resto del veneno que aún quedaba en sus ojos, movió la cabeza ratificando algún pensamiento. Entonces me sonrió con una candidez inusitada en ella. «Siéntate aquí, junto a mí», me dijo con una voz acaramelada. «Hoy hay un buen partido de fútbol... pero también hay un documental sobre El Amazonas; podemos verlo... si quieres», argumenté débilmente. «Cállate», me respondió, cambiando de repente esa melosidad por una voz grave a lo teniente coronel el primer día de mili. Desenchufó el televisor, me dio un beso, comenzó a desabrochar el cinturón de mi pantalón, apagó la luz...
Qué mujer cargante, muy bien puesta para un tipo tan sumiso. ¡ Hay que aprender a golpear la mesa ! Saludos.