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Sobre ambas partes

~~Conozco Chacabuco porque alli naci, y cuando se es nativo de un lugar, recorrió –al menos-, los sitios más recónditos e insospechados. No es que está sea precisamente una virtud, -las preferiría para otros casos-, pero el hábito de explorar se diluye habiendo aún cosas por descubrir. Vivir en una ciudad favorece esa falta de interés y quizás no perderlo es lo que me impulsa regresar con cierta periodicidad a mi pueblo.
 Salvo estos pequeños quehaceres no hay muchas diferencias entre un pueblo y la ciudad, prácticamente no existen, salvo que las noticias llegan tarde y habitualmente estás referidas a la muerte, al engaño, y naturalmente, aventuras amorosas de mujeres infieles. Lo más curioso, en este sentido es que, la infidelidad con relación a la muerte, trasciende mucho más rápido, y es, por antonomasia, el tema donde se sitúa el mayor interés. Pero algo novedoso estaba sucediendo en Chacabuco que atravesaba el interés de lo cotidiano; un drama pasional que a diferencia de otros, los protagonistas eran desconocidos, nadie sabía de ellos. Que fueran anónimos, como en una novela copiosa, abría un espacio para la especulación y eso, al parecer, era el juego.
 Esta historia tan poco peculiar –narrada sólo por los niños que recorrían la zona- comenzó en una finca a unos mil metros del pueblo. Aunque los detalles eran mínimos y poco precisos, conocía en cierto modo la casa. Perteneció a Don Emilio Garciarena; un hombre robusto y sombrío que manejaba la política local, pero desde adentro. Recuerdo vivamente que su mirada era perforante, como si escrutara las ideas de su interlocutor. Después de su muerte la casa quedó deshabitada y el deterioro era evidente. El techo estaba cubierto con mucha vegetación. Dos frondosos árboles amenazaban con caerse sobre uno de los laterales, había un viejo Ford y un poco más atrás unos cítricos silvestres.
 Los chicos se ocultaban subrepticiamente tras los árboles; cada nuevo acontecimiento era contado a la hora de la cena con una rigurosidad impecable, los niños nunca mienten dicen los adultos que lo hacen. Fue a través de ellos, que supe acerca de esta gente, los fuerte golpes en el rostro que se propinaban y los insultos si reparos; se los había visto en varias oportunidades forcejear con un cuchillo y tomarse por el cuello como bestias salvajes. Al escuchar todas estas cosas tan terribles era inevitable dejar de pensar en un final trágico, No quería contribuir a la desgracia como un espectador más, a través del morbo no se miden consecuencias, pensé ese momento.
 Se me cruzó por un instante que Edgardo Lozano era el más indicado para que me acompáñese y tomé la decisión que lo haga por dos motivos; la facilidad de consensuar, que la aplica metódicamente como si se tratará de una disciplina y su habilidad para negociar, otro de sus rasgos y yo, en ese sentido soy demasiado torpe. Al explicarle la gravedad y el posible desenlace fatal, lo comprendió -a pesar de que no es partidario de entrometerse en riñas y discusiones ajenas– de todas formas lo tomó el asunto con cierta precaución.
 Fuimos caminando, sin pensar en lo que nos podía esperar en aquella casa, de hecho no hablamos en ningún momento sobre del tema. Unos pocos metros antes de llegar hay un pequeño paraje lleno de vegetación; a través de un claro no muy grande se podía observar la parte trasera de la vivienda. Unos metros antes decidimos que yo avanzaría para que la presencia de ambos no se viera amenazante. Detuve a Edgardo, tomándolo de un hombro y me acerque hasta el portal de madera.
 Un perro se acercó abruptamente desde el interior alertado por mi presencia, me quede tieso por un instante; Edgardo miro a su alrededor, buscando una vara o una piedra. Al advertir que el animal no tenía forma de salir hacia el exterior, tome confianza y golpee las manos con más energía. Intente, en más de una ocasión, llamarlos pero fue en vano. Edgardo –que estaba unos 15 metros antes- me advirtió sobre algo que no llegue a comprender claramente; giré instintivamente la cabeza hacía un arbustos que tenía a mis espaldas y observé una bandada de niños corrieron del denso matorral hacía el pueblo.
 Cuando decido retirarme, advertí con sorpresa, una persona haciendo señales desde una de las ventanas, pero alguien la retiró con violencia. En ese instante pensé en la Policía. Tomé del brazo a Edgardo y ambos nos fuimos muy preocupados.
 Poco después ocurrió lo inevitable, telefonee a Edgardo y vino casi de inmediato, minutos antes mi madre me había hecho un comentario acerca de una ambulancia que se dirigía con mucha prisa a lo de los Garciarena. Corrimos los doscientos metros que nos separaban del lugar. Casi sin aliento para continuar, nos detuvimos unos metros antes de la ambulancia; a esa distancia una imagen me causo espanto. La persona que trasladaban tenía un puñal clavado que le atravesaba francamente el muslo izquierdo, su mano derecha lo sujetaba con firmeza por el mango. Lo curioso era que aquella mano removía con furia el puñal. Unos hombres que provenían del interior de la vivienda hacían un gesto, faltaba la otra persona. Los niños se reían a carcajadas.
 Me entere poco tiempo después que en aquella casa solo vivía una persona. Era aquel hombre que habían retirado. Supe también que sufría una extraña enfermedad llamada Síndrome de Heminegligencia, su hemisferio derecho del cuerpo no reconocía al izquierdo. Ambas partes, se llamaban Oscar.

 

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