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Serafín, el hijo del sol

"Este muchacho ha visto la esencia de las cosas,
una tarde, entre sus manos concretarse"

Vicente Aleixandre.


Matilde era como muchas de las gallinas que nacían en la aldea de los hombres: joven, hermosa y trabajadora. Teodoro, por su parte, era un gallo inteligente y gentil. Ambos se conocieron en la fábrica de galletas de cáscara de huevo a donde él llegó a trabajar como jefe de producción, y de ese casual encuentro surgió un verdadero amor a primera vista. Luego de un corto noviazgo se casaron llenos de esperanza y con la ilusión de formar una hermosa familia.

Al regreso de su luna de miel recibieron la grata noticia del embarazo de Matilde. “Nuestro primer bebito” -dijeron alborozados-. Pero cuando llegó el momento del nacimiento del precioso huevito, éste resultó ser cuadrado y de color azul.
Las comadronas, unas gallinas viejas y chismosas, al verlo salieron despavoridas corriendo en todas las direcciones a divulgar el tamaño de tal tragedia: “Un espécimen raro vendrá al mundo y con él, la degeneración de nuestra especie siempre tan digna y conservadora” -propalaron a los cuatro vientos.

Hasta los eruditos de las más variadas ramas de la ciencia, consultados para decidir sobre el apremiante asunto, terminaron por aceptar el clamor de toda la aldea de Picoseco, que pedía enterrar el extraño huevo para que no fuera empollado y para que -en definitiva- se evitaran graves e inimaginables riesgos. Algunos científicos, menos escépticos, pensaron en el hallazgo del famoso “huevo filosofal” (por tanto tiempo buscado) y exigieron su donación para investigaciones más profundas que, de no comprobarse, al menos les permitiría descubrir una nueva raza.

Matilde y Teodoro estaban desconcertados por el trato insensible de sus amigos. No obstante, muy adentro de sus corazones sabían que el fruto de su amor sincero no podía ser un monstruo como ya muchos lo llamaban, sin esperar su nacimiento.
Ante el rechazo y las múltiples presiones recibidas, no tuvieron otro remedio que emigrar de aquel lugar y buscar nuevas tierras donde les aceptaran tal y como eran.

Milciades, un gallo sabio y letrado, les recomendó no creer en la ignorancia ni en las habladurías del pueblo, les aconsejó atender las voces ciertas de sus corazones y los exhortó a orar al dios Sol para recibir su luz en ese difícil trance. Les contó una vieja leyenda que hablaba de un lugar cerca del mar donde habitaban seres como ellos. Les pidió seguir la puesta del sol y no detenerse hasta completar nueve noches.
Teodoro construyó una pequeña carreta con una cestilla de paja, para atarla a su cuello y llevar a su hijito en gestación. Matilde, por su lado, preparó un atado con comida y algunos enseres para el viaje que se aprestaban a emprender.

A la mañana siguiente se marcharon de Picoseco, prometiendo jamás regresar.
Los días fueron pasando entre la angustia y la esperanza, y las largas jornadas resultaron fatigantes. Al cabo de las nueve puestas de sol se abrió ante ellos un paisaje soñado. Sobre un inmenso lago plateado se reflejaba,
apacible, un hermoso pueblo nunca antes visto, llamado Cresta Mágica: lugar donde vivían los gallos y gallinas no comprendidos en otros pueblos.

De inmediato les recibieron con afecto y cordialidad, y a partir desde esa misma noche durmieron al amparo del mejor gallinero, reservado para celebridades o para eventos especiales.

Instalados en ese nuevo ambiente, el embarazo de Matilde se desarrolló feliz y su maternidad floreció pluma con pluma.

De la "extraña" fauna allí congregada, conocieron a los gallos noctámbulos que despertaban cuando aparecía la luna y dormían al clarear el día. Compartieron con los gallos y gallinas políglotas que hablaban el lenguaje de otros animales. Se divirtieron con los agraciados gallos melenudos que a cambio de plumas tenían pelo y, en fin, fraternizaron con toda esta clase de seres sencillos que, por algún rasgo "no común", habían sido expulsados sin ninguna consideración de sus respectivos pueblos nativos.

La mañana cuando se anunció el resquebrajamiento del cascarón cada vez más grande y azul, Teodoro se hallaba en clase de música, y para entonces ya todo el pueblo conocía la noticia del nacimiento de su hijo.
Serafín fue el nombre escogido por Matilde para su hijito tan pronto como éste asomó su tierno pico blanco y su cabecita apenas cubierta por lanosidades azules. No quedó duda de lo precioso del bebito, orgullo de sus padres, y, ahora también, de toda Cresta Mágica.

Pero algo misterioso sucedió desde el mismo momento de su nacimiento; sólo lo veían sus padres, uno que otro adulto y todos los polluelos pequeños. Para muchos, un hecho por demás extraño.
-¿Cómo? ¿Es que acaso es invisible? -preguntaban asombrados aquellos que no le veían.
-¡Están ciegos todos! -gritaban en coro los pequeños que sí lo apreciaban.

Durante un tiempo nadie pudo descifrar este enigma tan sorprendente. Fue el mismo Serafín, quien al ir creciendo en tamaño y sabiduría, llegó un día a explicarlo: "Sólo los puros de corazón pueden ver más allá de las apariencias y descubrir, así, la verdadera esencia de las cosas".

Eso aclaraba por qué, a veces, unos lo veían y otras veces dejaban de verlo. Aquellos parecían entender que la vanidad, el odio, el egoísmo, la indiferencia o la mentira arraigada en sus corazones les impedía reconocerlo de manera permanente.

La misión de Serafín consistió en sembrar en todos sus congéneres semillas de amor y fraternidad que les permitiera vivir en paz y armonía. Ayudado por los chiquillos, plantó -a lo largo y ancho del pueblo-, árboles de todas las especies y para todos los gustos. Los frutos de amor y virtud no tardaron en florecer y, quienes aún no le veían, al comerlos, comenzaron a apreciarlo, reconociendo la belleza de su dulce mirada.

De pronto, la tranquilidad de este ambiente fue rota por la llegada de una bandada de gallinazos pico-de-serrucho, que atacaron sin piedad los árboles de Serafín. Cresta Mágica ensombreció y temió lo peor. La furia con que arremetían estos rapaces era desconocida y ninguno sabía cómo defenderse de ellos.
Serafín, sin desesperarse, estudió el comportamiento de estas aves dañinas y comprobó que le tenían miedo a la lluvia y, en especial, a los rayos. Una tarde, después de sembrar pacientemente las semillas y de volver
a regar la tierra para que pronto germinaran, la bandada de rapaces apareció de nuevo. Pero esta vez, y tras un piar agudísimo de Serafín, los avechuchos fueron cercados por unas nubes grises y espesas que, de inmediato, descargaron sobre ellos rayos luminosos, con destellos y ruidos amenazantes, desterrándolos despavoridos.

De retorno a la normalidad, Serafín se dedicó a la enseñanza y pasaba días completos en las aulas de clase. Sus materias preferidas eran las matemáticas, la medicina, la botánica y la filosofía. A sus clases asistían tanto los pequeños como los adultos. Les platicaba sobre la necesidad de agradecer al dios Sol por sus rayos, su luz y su calor. Les enseñó a todos la importancia de cuidar cada una de las maravillas de la naturaleza que a diario regalaban el alimento y el sustento para el bienestar de todos.

A esta altura, Matilde y Teodoro se sentían los padres más felices del mundo; pero una noche, a la hora de la comida, Serafín dijo a sus padres que se acercaba la hora de partir: su trabajo estaba casi terminado y debía marchar a lejanos lugares donde también esperaban por él. Su permanencia dependía de una señal.

Matilde esperó a que se fuera a dormir, y de inmediato echó a llorar desconsolada. Teodoro la abrazó y la confortó diciéndole:
-Mati, amor mío, recuerda que él, aunque es nuestro hijo, no nos pertenece. Fuimos instrumentos de un poder supremo que se sirvió de nosotros para enviarlo y hacerlo el mensajero de sus pensamientos y, sobre todo, de su amor infinito. Debemos sentirnos inmensamente complacidos por ello, y no mostrar el egoísmo que tanto él ha querido erradicar de nuestros corazones.

Matilde asintió y pareció comprender lo dicho por su querido esposo y prometió ocultar su tristeza por la partida de su hijo.

Serafín supo de la señal esperada cuando una mañana, viendo jugar a un par de polluelos, oyó -complacido- que uno de ellos le decía al otro:
-Dani, no estoy de acuerdo con lo que dices ni con lo que quieres hacer. El hecho de que no veas a Serafín, aquí junto a nosotros, no quiere decir que no sepamos ya: cuándo algo está bien o está mal.

El día de la despedida, todo el pueblo de Cresta Mágica se reunió en torno de la plaza principal y escuchó atento las últimas palabras pronunciadas por Serafín: "Hermanos: ha llegado el momento de mi partida. Gracias al amor y al conocimiento que mora en cada uno de vosotros es que puedo entonces dejaros. Ahora estoy seguro que las semillas sembradas en este amado pueblo seguirán creciendo y alimentando vuestros espíritus y que, no importando la apariencia de cada uno de vosotros, os harán libres -como a mí- para remontar los aires, y llegar hasta el dios Sol que todo lo ve y todo lo conoce".

Hubo un instante feliz en que todos vieron la apariencia maravillosa de Serafín: el gran espíritu, el hijo del Sol, que luego de saludarlos y tras un revoloteo suave y majestuoso, se fue elevando hacia el cielo: ancho, espacioso e infinito. Hasta Matilde, que días antes de su partida había dejado de verle, a pesar de escucharlo y hablar con él, también lo apreciaba ahora en toda su real dimensión. En ese instante comprendió que el amor sembrado en su corazón era más fuerte que su propio amor maternal.

El tiempo pareció por momentos detenerse. El sol caía suave y perpendicular bañando de tibieza las miradas empañadas de los que
continuaban mirando hacia el cielo. Poco a poco, y en la medida que Serafín se alejaba para desaparecer en la distancia, el cielo igualmente se fue tiñendo de un azul profundo e intenso que permaneció por siempre, no sólo en la bóveda que sirvió de marco para su partida sino en el interior complacido de cada corazón amable de Cresta Mágica.



Colombia, Chía, Marzo 15 de 1.994
Datos del Cuento
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