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Rosenda

~~Cuando Rosenda despertó, tuvo el impulso de cerrar nuevamente los ojos: un dolor punzante bloqueaba sus pensamientos. Intentó erguirse y se golpeó la cabeza con un elemento duro. Levantó la mano: parecía una tabla de madera, a unos pocos centímetros de su cabeza; recorrió su borde áspero y comprobó que tampoco podía moverse hacia los costados. Se hallaba encerrada en una caja que no medía más que ella.

¿Habré muerto?, se preguntó. Intentó evadir esa idea, pero veía y hasta podía escuchar la tierra golpeando el techo de su mínimo habitáculo. Iba a ahogarse y sabía que la cantidad de oxígeno del que disponía no iba a ser clemente con ella; tenía que pensar en algo para salir de esa situación.

Golpeó la caja con violencia y comenzó a gritar. Se detuvo en seco: si se agitaba, el aire se acabaría más deprisa. Estaba desesperada. Sabía que esta vez sí que sería su último día en la tierra —a los ocho años había permanecido en coma durante unos meses por un severo accidente; la habían dado por muerta, pero había regresado—. Esta vez será distinto, se dijo. La angustia se le pegó al cuello; era una mano gigante que la ahorcaba y le impedía respirar. Nunca antes había pensado que pudiera echar de menos algo tan imperceptible como el aire.

Cómo voy a morirme ahora si todavía tengo mucho que hacer. Pensó entonces en Agustín; habían discutido esa mañana y ella le había expresado que deseaba no haberlo conocido en la vida. Ahora lo sentía. Las palabras, a veces, salen con la fluidez de un río cayendo a través de una montaña, pero como él, no tienen forma de regresar a su sitio, borrando las consecuencias de su caída. Lo sentía profundamente pero más lamentaba que no pudiera decirle eso que la aturdía; no poder expresarle que no había querido decirlo y que habría dado lo que fuera por poder disculparse.

Una lágrima rodó por sus mejillas y su ruido seco al tocar la madera, atornilló sus tímpanos. Rosenda sabía que iba a morir, y esta certeza ya no le hizo tanto daño como la posibilidad de que su hermano pudiera sentir alguna culpa por ello. Comenzó a respirar cada vez más pausadamente; se ahogaba y ya no le importaba.

Entonces sintió que el aire volvía a sus pulmones. Abrió los ojos, ya no tenía esa presión en las sienes. A unos metros de donde se hallaba acostada, las olas acariciaban la arena con la rutina de siempre, sin enmendar en el milagro de la vida y de la muerte, aunque participaran sin desearlo en él. Junto a ella, el rostro bañado en lágrimas de Agustín le hizo olvidar de todas sus certezas. Por primera vez era consciente de la íntima relación que existía entre el aire, entrando en su cuerpo y bombeando energía a cada uno de sus poros, y el abrazo de ese muchacho.

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