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Procris y Céfalo

Procris era la más hermosa de las hijas de Erecteo. Céfalo, hijo de Hermes y de Herse, hija de Cécrope, estaba unido a ella por un amor entrañable, y cuando, el día de la boda, Erecteo hubo juntado las manos de los novios, todos los atenienses le calificaron del más feliz de los esposos. Sin embargo, aquella dicha no iba a durar mucho tiempo. Había transcurrido apenas el segundo mes cuando, una mañana, Céfalo salió a los bosques del Himeto a la caza del ciervo. El mozo, que tenía la figura de un dios, vio allí a la rosada Eos (Aurora), la cual, dominada por amorosa pasión, llevóle por los aires a su radiante palacio. Pero por muy hermosa que fuese, el corazón de Céfalo no se le rendía. Él no pensaba sino en su esposa idolatrada, cuyo nombre pronunciaba con lágrimas en los ojos, suplicando a la diosa que le devolviese a su querida Procris.

Triste, aunque no insensible, le escuchó Eos y le dijo:

—¡Calla, ingrato, cesa ya en tus lamentos! Vuelve a tu Procris. Pero se me antoja que vendrá un día en que deplorarás haberla visto nunca.

Y con estas rencorosas palabras le despidió.

Mientras corría presuroso hacia su patria, las palabras de la diosa no se le apartaban de la mente y, rumiando su posible significado, poco a poco sintió nacer en él un temor, una sospecha de si Procris, por su parte, había mantenido inquebrantable su juramento de fidelidad. Al fin decidió presentarse en su casa bajo una figura cambiada, con objeto de probar a su esposa; y la misma Eos pareció haber transmutado los rasgos de su rostro. Así llegó a Atenas y entró en su morada, no encontrando en ella nada censurable; todo revelaba la virtud de su señora y su dolor por la desaparición del marido. Acudiendo a la astucia, logró ser recibido por la hija de Erecteo, pero todas sus artes se estrellaron contra su fidelidad. Se le hizo difícil seguir en su fingimiento y sentía grandísimos deseos de arrojarse al pecho de su esposa y cubrirla de besos y lágrimas; pero una morbosa ceguera le impedía considerar suficiente la prueba efectuada, y cuando se dio en prometer a la joven regalos cada vez más valiosos y a persuadirla de que Céfalo había muerto, la firmeza de Procris comenzó a titubear. Al punto, dominado por injusta ira, le gritó él:

—¡Pérfida! ¡Estás desenmascarada! Sabe que yo soy tu marido, a quien te disponías a traicionar.

Ella nada replicó; ofendida, avergonzada y triste, huyó de la casa de su demasiado astuto marido.

Erraba Procris por los montes de la lejana isla de Creta formando parte del séquito de Ártemisa cazadora, la diosa virgen, pues aborrecía a todos los hombres. Pero Céfalo sentía amargo arrepentimiento; se decía que había obrado de modo indigno y vergonzoso y un ardiente anhelo por su amada le roía el corazón. ¡Ay!, tampoco ella lograba olvidar su viejo amor. Un día que Ártemis regaló a Procris, su compañera predilecta, un venablo infalible y el famoso perro Lélape, veloz como el viento, volvió ella a Atenas con sus obsequios y. habiendo perdonado de todo corazón a su contrito esposo, vivió a su lado felices años en perfecta armonía y amor entrañable. El perro y el venablo, que ya no le eran de ninguna utilidad, se los cedióse en presente el día que celebraron el segundo aniversario de su boda.

La dicha de los tiernos esposos se prolongó durante algunos años, pero le estaba destinado un triste fin. Cuando, de madrugada, el alba aparecía en el cielo, Céfalo, como vigoroso cazador que era, solía levantarse del lecho para dirigirse a su habitual ocupación, se íba solo, sin criados, sin caballo ni perros. Cuando había cobrado las piezas suficientes, buscábase una sombra reparadora y, cansado y transido, llamaba a la fresca brisa pidiéndole que con su hálito deleitoso le mitigase el ardor de las sienes.

—¡Ven, amable Aura —pues Aura llamaban los griegos a la fresca brisa matinal—, ven, amiga —exclamaba repetidamente—, ven a refrescarme y fortalecerme! ¡Haz que el desfallecido aspire tu dulce hálito!

Alguien oyó un día esas palabras y, engañado por su doble sentido, pensó que Céfalo llamaba a la ninfa del lugar, con la cual él debía de encontrarse secretamente en el bosque. El aturdido corrió a Procris y le contó lo que había oído. El amor es crédulo, y Procris, herida en lo más íntimo del corazón, desplomóse sin sentido; cuando volvió en sí, prorrumpió en llantos y sollozos, quejándose de la traición de su esposo. ¡Así, pues, se llama Aura la rival que ha trastornado el más amante de los corazones! «No obstante, pensó la virtuosa joven, no quiero condenar a mi marido sin convencerme por mí misma, quizás ese mensajero de desdichas se haya engañado, quizá me engaña adrede con aviesas intenciones». Y así, acosada por la duda, el dolor y la esperanza, dispúsose a acechar a su marido.

A la mañana siguiente partió Céfalo como de costumbre y, terminada la cacería se tendió sobre el césped, cantando:

—¡Ven, amable Aura, ven a aliviar al desfallecido!

Pero se interrumpió de repente al percibir un rumor en un matorral próximo. Evidentemente debía ser un ciervo que retozaba ligero por entre la espesura. Se levanta el cazador de un brinco, dispara el infalible venablo y hiere, ¡ay!, a la tierna esposa.

—¡Ay de mí! —gime la pobre, llevándose la mano al pecho que ha recibido la herida mortal!

No bien ha reconocido Céfalo la voz amada, lánzase como loco hacia el lugar donde yace, bañada en sangre, su fiel Procris.

En vano rasga su túnica para vendar la terrible herida. A la moribunda le faltan las fuerzas y, penosamente, con voz audible apenas, dice:

—¡Cruel, oye mi ruego! ¡Por los dioses inmortales, por el sagrado lazo que has roto, te conjuro a que, yo muerta, no dejes que Aura profane nuestra cámara nupcial!

Sólo entonces comprendió Céfalo el trágico error que atormentaba a la desventurada. Sollozando le explicó el caso, vindicando entre lágrimas ardientes su lealtad e inocencia. ¡Ah, demasiado tarde! Otra vez aún, le miró ella tiernamente, y una dolo-rosa sonrisa se dibujó en sus pálidos labios. Tranquila, casi feliz, parecía su rostro moribundo. Así exhale el alma en brazos de su desconsolado esposo.

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