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Categoría: Terror

Perro.

Sí, yo maté al perro, lo tenía bien pensado desde hacía días. Siempre que pasaba junto a esa casa tan a lado de la mía, el maldito se lanzaba contra mí poseído por más de un demonio; sin embargo, la cadena que lo anclaba al poste le impidió siempre lograr su antojo asesino. Nunca le tuve miedo, pero sí llegué a odiarlo con todo mi ser, así que cuando intentó romper sus cadenas en el día de mi cumpleaños, decidí que yo mismo iba a matarlo.

Mi plan fue perfectamente detallado: primero, restauré con paciencia un viejo rifle que dormía oxidado en el sótano desde que mi padre había dejado la cacería. Conseguir balas fue el segundo paso, debía hacerlo con cautela y sin dejar rastro, porque por lo menos en este lado de la ciudad, sigue siendo ilegal; por eso contraté a un borrachín de la colonia para que las comprara en el mercado negro. Luego lo empujé por la barranca de la curvade de algún recodo de la autopista a Puebla, quemé la ropa y los guantes y no tuve más testigos, eran las dos de la mañana.

 

Con arma y parque pasé a la siguiente: busqué la manera de entrar en uno de los basureros más viejos de la ciudad que, afortunadamente, estaba lo suficientemente lejos y abandonado como para que alguien buscara algo allí. Entré por la noche, busqué una de las fosas que habían sido cubiertas cuando fue clausurado y abrí una zanja bastante ancha y profunda, hasta que llegué a un nivel donde la basura me impidió continuar. Terminé sudoroso, con los brazos ateridos y con el cuerpo hediondo a putrefacción, pero valió la pena. Compré (con unos lentes oscuros y una gorra verde que decía “¡Arriba Jalisco!”), un bulto de cal en un barrio distante, y con cautela lo escondí entre la basura.

 

Después de esto vino la parte tardada, vigilar a la familia cronométricamente: todas la horas y las formas de entrada y de salida, sus vicios, sus fobias, los programas de televisión en que se ahogaban. Revisé su correo y su basura; indagué en su árbol genealógico en busca de una posible neurosis genética o algo que pudiera ayudarme con mi plan. Investigué el nombre y número de amantes que tuvo la Doña de la casa en los últimos tres años, supe la cantidad y la marca de las croquetas que tragaba el animal espiando a la familia cuando compraba el alimento en el mercado; investigué también cada cuándo lo cruzaban y el por qué de esa cicatriz horizontal en el lomo.

 

Cuando llegó el día “PM” yo sabía ya la cantidad de veces y el lugar exacto en el cráneo canino donde debía disparar; la forma de quitar el collar al cuerpo exánime y el tiempo justo para envolverlo en la bolsa plástica. De hecho, había practicado cientos de veces con un perro de yeso (de dimensiones y peso similares al real) que yo mismo esculpí.

 

La familia salió a la hora prevista y 33 minutos después, la criada se fue, como cada jueves, en busca de su hombre. Como ya babía previsto tras analizar el comportamiento climatológico de las últimas semanas, llovió. Sin gente en la calle me acerqué a la casa cubierto con una gabardina negra abierta que impediría acualquiera reconocer mi silueta bajo tanto viento y lluvia en ese oscuro anochecer, así que, aprovechando el leve instante de luz de un rayo que me permitió fijar la mirilla, y disfrazando el sonido con el estruendo de un trueno, antes que el animal me ladrara de nuevo, yo le disparé. Todo estaba calculado: abatido al instante, de inmediato lo envolví y lo guardé en la cajuela de una camioneta negra que recién me había robado.

 

Una inmensa satisfacción me inundó mientras subía yo también a la camioneta. Manejé durante 48 minutos exactos bajo las rutas más solitarias que hay en la ciudad, y cuando llegué al basurero, toda esa alegría se convirtió en una sonrisa de júbilo que coronabó mi rostro. Junto a la fosa cubrí el cuerpo inerte con la cal y lo aventé a la sima con orgullo (las botas que uso y son dos números más grandes que mis pies, naufragarán pronto en el gran canal de aguas negras que corre a un kilómetro de aquí, junto a la pala y todos los demás utensilios incriminatorios; y si el cauce crece lo suficente, naufragará también la camioneta), pronto no habrí rastro alguno de lo que había pasado allí auqella noche.

Cuando es cuerpo no fue más visible desde afuera, cuidadosamente revolví más basura con la tierra removida: llantas, botellas, alimentos en descomposición, todo lo que hubiera encontrado, inmundicia sobre inmundicia. Finalmente, comiencé a arrojar la tierra sobre el cadáver y pronto no hubo más rastro de ningún hueco. Entonces me alegré de nuevo, y mientras caminaba rumbo a la camioneta para hundirla en el río de aguas negras, sonreí: por fin los restos de ese maldito perro se pudrirían en el único lugar en el que debían hacerlo, junto a los restos de la ya casi olvidada, Carolina.

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  • Categoría: Terror
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