Otro día más de trabajo, palada tras palada el ataúd quedó cubierto. Tomé desde una pila a un lado de la tumba, un cuadrado de pasto para instalarlo sobre la tierra aún suelta y húmeda, la fui acomodando con mis manos, arrodillado, penitente sin saberlo.
El rostro desolado del cadáver asomó nítido entre la tierra, sus ojos abiertos a la noche infinita traspasaron mi esencia. Nadie escuchó mis gritos de terror, mis oraciones, nada impidió que mi corazón se paralizara. Y con aquel que antes cubría, compartí desde ese momento, el dolor sin redención, vagando sin rumbo, sin destino, eternamente.