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Obras impías (III)

Muchos alumnos desaprobaban que el Reglamento de todos los Institutos de la Orden exigiera llevar el cabello bien corto y los zapatos boleados. Curtis era particularmente reacio a cumplir las draconianas reglas que regían el Instituto. Varias veces había tenido encontronazos verbales con diversos religiosos. Por no usar zapatos negros perfectamente boleados obtuvo una suspensión de una semana. Sus padres se escandalizaron y lo reprendieron, amenazándolo con enviarlo a un Instituto en los Estados Unidos si no se “alineaba”. Curtis no pretendía mudarse al país de origen de sus padres. Su novia Sandra estaba en México. Así que se habituó a lucir zapatos negros y abrillantados. A Sandra le importaban poco los zapatos; siempre la había fascinado la cabellera de su novio, que era castaña, sedosa y abundante.
La rebeldía de Curtis resurgió con su tendencia a dejarse crecer el cabello; en menos de un mes le alcanzó los hombros. La Orden condenó ese atrevimiento, debido a que Sandra, cuyo cuento favorito era el de Sansón y Dalila, se había empeñado en que su novio evitara al peluquero. Dávila, secretario académico del Instituto, charló con Cano, el Hermano director, y le planteó el problema que enfrentaban.
—Curtis es un líder nato —dijo—. Permitir que se presente con esas greñas provocará imitaciones inmediatas.
—Comenzaremos con los padres —replicó Cano—. Hablaré con ellos.
—¿Crees que el muchacho les haga caso?
—Será mejor para él.
Pero Curtis sólo escucharía a Sandra. La veía todas las tardes en la habitación para huéspedes que ella rentaba. La dueña de la casa era amiga de Sandra y le permitía muchas cosas, como que se encerrara con su novio al amor de cervezas y cigarrillos. La chica estudiaba pedagogía en una universidad pública y pretendía ejercer la profesión en su estado natal, adonde pretendía llevar a Curtis. Luego de hacer el amor, ella contemplaba a su amado y acariciaba su hermosa cabellera, que la excitaba terriblemente. Él adoraba sentir aquellas manos en su coronilla.
La entrevista entre Cano y los padres de Curtis no solucionó el problema. El melenudo sólo escucharía los dicterios de su mujer. Sus padres llegaron a insultarlo, pero él se mantuvo inflexible. Su liderazgo le había granjeado amigos que lo imitaban casi en todo. Los religiosos rabiaron al notar cómo proliferaban los greñudos. Durante un receso de diez minutos, Cano y Dávila contaron hasta cincuenta de aquéllos en el patio.
—Esto es demasiado —dijo Cano—. Habrá que tomar medidas.
Ordenó cerrar las puertas del Instituto, y por los altavoces ubicados en cada aula notificó que nadie saldría sino hasta que los melenudos se reunieran en el patio central. De una a tres no hubo respuesta, pero al dar las cuatro la presión de los de pelo corto se volvió intolerable. Los melenudos no aguantaron la presión y salieron lentamente al patio, donde los esperaban sillas y Hermanos, quienes regresaron las cosas a la normalidad mediante tijeras y rasuradoras eléctricas. Cortaron mechones, emparejaron patillas y afeitaron nucas. Dos intendentes barrieron montones de pelo. Los trasquilados se fueron, previa advertencia de ser atrozmente sancionados si volvían a seguir el ejemplo de Curtis.
Cano lo buscó vanamente. No había aparecido entre los escarmentados. Los justos que pagaran por los pecadores demandaban que se abrieran las puertas. Para evitar alguna calamidad, Cano ordenó que dejaran salir a la turba. La desbandada se monitoreó desde la Central de Seguridad, donde pareció que veinte cámaras eran inútiles para localizar al desaparecido. Se revisó el material grabado entre las cuatro y las cuatro y media, y la aguzada vista de Dávila captó a Curtis escabulléndose en una camioneta de mensajería. Una cámara lo captó justo antes de ubicarse en el estribo y salir del Instituto por el portón trasero.
Los padres del fugitivo estaban furiosos porque su hijo los había avergonzado. La situación trascendió a la Orden, pues la Asociación de Padres de Familia decidió tomar cartas en el asunto. Se reunieron en casa del presidente, un senador que añoraba un futuro promisorio para su indolente vástago, y redactaron una petición dirigida a la Orden, donde sugerían aplicar medidas disciplinarias inéditas a quienes habían seguido el ejemplo de Curtis, así como la expulsión de éste. La Orden rió del pliego petitorio y respondió con una misiva fundada en el Reglamento; expresaron que sólo el Fundador determinaría el funcionamiento de los Institutos, máxime la aplicación de sanciones, y agregaron que el caso Curtis se trataría como quisiera la Orden. Los padres de familia palidecieron y no protestaron, aunque estigmatizaron a los Curtis, amenazándolos con privarlos de su membresía si su hijo no se enmendaba.
Curtis se asiló en el cuarto de Sandra. Consideraba que sus días como alumno de la Orden habían concluido. Estaba dispuesto a trabajar para mantener a su mujer, con quien deseaba casarse. No confrontaría a la Orden. Echaría en falta a sus amigos, y esperaría que también ellos lograran su emancipación. Claramente ignoraba las numerosas intentonas que muchos alumnos habían hecho para moderar el estilo pedagógico de la Orden.
Los religiosos pusieron manos a la obra. Se afanaron en hallar a Curtis y hacerlo pagar. Los amigos del prófugo comparecieron ante el Consejo Superior, que los interrogó bajo la intolerable luz de dos reflectores. La tortura psicológica fue efectiva y los interrogados dijeron lo que sabían sobre su amigo. Se tomó nota de la dirección de Sandra y se comisionó a Dávila para encargarse del particular. Al día siguiente, Sandra fue secuestrada al salir de la universidad. La metieron en una camioneta y la llevaron a una bodega siniestra propiedad de la Orden. La joven nunca vio a sus captores porque la cloroformizaron enseguida. Despertó y creyó estar ciega, pero al punto notó que le habían cubierto los ojos. Una voz extraña, grave pero educada, le dijo que su liberación dependería de la cabellera de Curtis. Ella no entendía nada. Se echó a llorar y a cambio obtuvo un par de bofetadas. Finalmente la ataron a una silla, le desgarraron la ropa y la pusieron ante una cámara de video; la obligaron a pedir a Curtis que se rapara y enviara la cabellera por correo a tal dirección. Él sabría quién estaba detrás de aquello, pero sin duda no denunciaría a la Orden. Si el rescate no llegaba en veinticuatro horas, Sandra moriría.
La casera entregó el video a Curtis y alegó no haber visto al mensajero. Ya era tarde y la ausencia de Sandra lo preocupaba. Vio la cinta y palideció. Estuvo casi una hora sin moverse, al tiempo que lágrimas de coraje resbalaban por sus mejillas. Estaba seguro de que la Orden cumpliría la amenaza. La hora resultaba inconveniente para visitar a un peluquero, de modo que Curtis utilizó su propia rasuradora eléctrica y unas tijeras para raparse. Recogió la melena y la empacó en una caja, que al alba depositó en un buzón. Volvió a la habitación y pasó un día nefasto, esperando con ansias el regreso de Sandra. Por la tarde recibió una llamada telefónica.
—Ella está bien —dijo una voz masculina—. Te espera.
Le dieron la dirección de la bodega. Curtis se trasladó tan rápidamente como pudo y halló a Sandra como la había visto en el video, sólo que ahora estaba inconsciente. Intentaba reanimarla cuando la puerta se abrió de golpe e irrumpieron elementos policíacos y los influyentes padres de Curtis. El muchacho sería acusado de privar de la libertad a una persona con fines sexuales, a menos que se reintegrara a la vida escolar sin protesta alguna, mientras que Sandra sería remitida a una casa regenteada por monjas. Ambos jamás volverían a verse. Curtis aceptó los términos porque no tenía otra alternativa. Sus padres lo abrazaron y se lo llevaron, mientras que Sandra fue tratada un rato en una clínica y luego donada a monjas frígidas.
Curtis no volvió a ser el mismo. Dejó de hablar, perdió a sus amigos, accedió a participar en la estudiantina para evitar horrorosas consecuencias. Se inscribió en el programa de acondicionamiento físico que se impartía en el gimnasio. Poco a poco incrementó su masa muscular. El ejercicio lo relajaba, pero su deseo de vivir no resurgiría. Ensayaba para una presentación de la estudiantina cuando planeó su venganza.
Llegó el día de la noche colonial. El patio estaba lleno, se percibía una alegría forzada y las estudiantinas se sucedían en el pequeño estrado, flanqueado por puestos de comida y gente a granel. La estructura estaba prefabricada y temblaba con las evoluciones de los intérpretes. La estudiantina de la Orden era célebre por sus interpretaciones. Los padres de Curtis se sintieron orgullosos al ver a su fornido y rapado hijo ante el grupo de músicos, todos calados con capas, cascabeles, broches e instrumentos musicales. Mandolina en mano, Curtis puso la pauta para el grupo. Comenzó la canción piadosa, compuesta por el Fundador e incluida en su Cancionero.
Pero de pronto se perdió el ritmo. La guía de Curtis se suspendió y los otros músicos no supieron qué hacer. Rota la armonía, los presentes sintieron embarazo, mientras que Dávila y Cano, al pie del estrado, comenzaron a concebir una reprimenda para aquel mequetrefe. Curtis lanzó la mandolina contra la concurrencia —que se agitó espantada—, extendió los poderosos brazos a los lados, dejando sus manos sobre dos soportes del templete y, evocando a su amada Dalila, rugió:
—¡Muera Sansón con todos los filisteos!
El estrado crujió y la huida de sus ocupantes precipitó el derrumbe. El techo sepultó a Curtis y a otros alumnos, así como a un religioso que había intentado anular al loco antes de que cometiera aquella atrocidad. Hermanos, invitados e intendentes se unieron para separar los escombros. Rescataron con vida a todos, salvo a Curtis, cuyo cráneo se había roto por culpa de un travesaño. Nadie salió del Instituto hasta que se acordó achacar la tragedia a un defecto de construcción del estrado. Curtis fue sepultado en Georgia, adonde se mudaron sus padres para escapar al repudio.
Cuando Sandra se enteró de lo ocurrido, se puso en huelga de hambre y murió en un lapso de doce días, con un mechón del pelo de su amado entre los dedos.
Datos del Cuento
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