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Categoría: Misterios

Muerte Injusta

Supe que iba a morir. No era mi momento porque yo no debía estar allí. Se trataba de una terrible confusión que nadie pretendía corregir, y parecían no estar dispuestos a escuchar. El tipo de la pistola, el más alto, me miraba de tal manera que comprendí ensequida que cualquier súplica iba a ser ignorada por completo, sin justificación. Por lo que me dirigía a su compañero, que entre calada y calada a su cigarro sin boquilla, me miraba con ligeros amagos de escucha. Era mi única salida, la posibilidad de explicarles que cometían un error, que iban a ajusticiar a un inocente por algún motivo que desconocía: por mi parecido con algún mafioso en un ajuste de cuentas, o tal vez por el encargo de una celosa esposa que se vengaba de su marido en un asunto de faldas, yo que sé. El caso era que me había tocado a mí. Qué mala suerte, y además lo harían unos sicarios tan torpes que ni siquiera se habían asegurado de lo que estaban haciendo. Malditos aficionados. Yo muerto, y ellos sin cobrar el trabajo.

Me estaba quedando afónico de tanto gritar, eso sí, en vano. Sólo me callé cuando el grande se acercó a mí y apoyó el cañón de la pistola sobre mi frente, estaba frío y por un momento pensé en la sensación que produciría que una bala me atravesara la cabeza de lado a lado. ‘Cállese, por favor’, me dijo educadamente con una voz que parecía de una persona culta, como la de un profesor universitario o algo parecido.

Me encontraba atado de pies y manos, sentado en una silla pegada a la pared de aquel sucio cuartucho. Aquella noche, al llegar a casa, dos individuos me estaban esperando a unos veinte metros de mi portal. Sin mediar palabra, me obligaron a subir a un coche negro y me trajeron callejeando por el polígono hasta ese cuarto, el sitio donde me iban a ejecutar. De nada sirvió pedir explicaciones, contarles mi mísera vida o intentar engañarles haciéndome pasar por rico e influyente. No había respuesta.

Resignado, agaché la cabeza con la vista al frente, y pude ver algo que me llamó la atención sobresaliendo del bolsillo del tipo pequeño. Era un llavero que me era muy familiar. Una carcasa metálica rectangular con un rebaje donde estaba encastrada una pieza de marfil blanco que tenía una inscripción. La leyenda no podía verla desde mi posición salvo que el texto parecía comenzar por uve, pero ese llavero lo había visto antes aunque no sabía dónde.

Mi mente se ocupaba de hacer un repaso vital, incluido el enigma del llavero, cuando repentinamente sonó el móvil del pequeño. Observó el display y apagó la colilla del cigarro contra la pared asquerosa de aquel cuarto de ratas. Dijo aquel hombre cerca de quince síes a su interlocutor, por lo que entendí que recibía órdenes del promotor de mi asesinato, o al menos del que sustituía por error. Colgó el teléfono sin haber dicho una sola palabra aparte de los síes, y mirando a su compañero movió la cabeza asintiendo varias veces. El grande caminó hacia mí apuntándome con el arma que no había soltado en ningún momento, y colocándola justo en el mismo punto de mi frente que la vez anterior, o eso me pareció a mí, se dispuso a matarme. Esta vez no sentí frío, en verdad, no sentía nada. Del repaso que hacía mi cabeza, ya sólo quedaba un mareante ir y venir de posibilidades de ubicar el dichoso llavero. Estaba a punto de morir, y era lo único que me preocupaba. Increible.

La realidad se había simplificado al máximo. Una bala y yo. Se añadió una especie de suspiro de mi futuro asesino y el dedo índice sobre el gatillo se colocó en posición. En unos instantes el cuartucho tendría otra mancha más en la pared que con el tiempo terminaría como decoración de un diseñador de interiores macabro. Cerré los ojos asumiendo mi destino y en un estallido neuronal los volví a abrir, como platos, reordando y gritando “VIII Promoción de Paracaidistas del Ejército del Aire”. Tras un eterno silencio de miradas alternativas y de aires de salvación..., escuché el crujir de la piel de mi frente y recordé que esa sensación la había tenido otras veces, aunque esta vez era diferente. Era mi muerte.

Todavía tuve tiempo de escuchar lo que el asesino bajito pudo decir a su camarada. ‘¿Sabes qué es lo más extraño de todo esto, Paul? No entiendo cómo pudo saber este hombre la inscripción que tiene el llavero que le quité al tipo que asesinamos la semana pasada.’ ‘Casualidades de la vida’, dijo el grandullón. ’Y de la muerte’, añadió él.
Datos del Cuento
  • Autor: Perrofiel
  • Código: 11117
  • Fecha: 03-10-2004
  • Categoría: Misterios
  • Media: 6.31
  • Votos: 74
  • Envios: 2
  • Lecturas: 2092
  • Valoración:
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