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Mi primera marcha

~Aquella mañana desde las primeras horas, el sol iluminaba el perfil de las casas, el pavimento de las calles y el caminar de los habitantes del barrio que le madrugaban al estudio y al trabajo.
La escuela quedaba en el barrio de al lado. Al principio era mi madre quien me llevaba de la mano hasta la reja grande en donde nos esperaba, además del profesor, el busto serio y descolorido de Antonio Ricaurte- aquel mártir de la independencia que se inmolo en un polvorín ante el inminente copamiento de las tropas españolas.
A los 8 años y cursando segundo de primaria, ya me había ganado el derecho de ir solo, bueno, realmente cada mañana nos juntábamos varias decenas de niños y niñas que desfilábamos por las calles dos veces al día, luciendo aquel busito azul oscuro, de lana, que tanto me gustaba ( y me gusta)
Esa madrugada, cuando detrás de mí se cerraba la puerta de la casa, dirigí la mirada hacia la ventana grande de la sala que daba a la calle, en ella, pegado con cinta transparente se hallaba aquel afiche enorme, verde y amarillo, con la foto de un señor sonriente que le pedía la mano al país -unión patriótica-, me detenía leyendo mientras esperaba que el vecino de en frente terminara su desayuno a las carreras y saliera para irnos a estudiar.
Al medio día, nuevamente las calles se convertían en ríos, las puertas de las casas se abrían de par en par, de las cocinas emergían todos los aromas: carne frita, lentejas, sopas y el dulce olor de la aguadepanela hirviendo…
Al llegar, al primero que encontraba era aquel señor sonriente, el de la foto de la ventana, que con su mano izquierda levantada, parecía estar siempre saludando.
Durante el almuerzo reinó un silencio inusitado, poco habitual.
Comenzando la tarde, salimos con mi papá, caminamos varias cuadras, atravesamos un par de barrios y llegamos ascendiendo hasta el parque de los novios, en la vía principal de la ciudad, cuyo nombre- valga decirlo- huele a traición: avenida Santander.
Ahí los carros, las motos, los buses y busetas habían desaparecido, su lugar lo ocupaban cientos y cientos de personas. Al principio pensé con emoción que se trataba del inicio de la feria, como experimentado jinete me instale en los hombros de mi padre, dominando desde aquellas alturas la muchedumbre indescifrable.
Al fondo, viniendo del centro de la ciudad, apareció la vanguardia del gran desfile, yo ansiaba ver los caballos enormes de los carabineros, los tambores, los mimos, las carrozas multicolores desde donde las reinas tiraban picos y flores. Sin embargo al acercarse aquella marcha humana, fueron apareciendo las lágrimas, las pancartas, las coronas fúnebres, los gritos, las consignas, el dolor, la angustia, la rabia…. Y como símbolo supremo de intolerancia y violencia, el ataúd y sobre él las rosas rojas que le llovían de todas partes como un diluvio interminable.
La marea humana nos llevó con ella, lentamente, apenas arrastrando los pasos, como queriendo que en esas calles quedara inmortalizado el recuerdo de aquellas horas trágicas. Desde arriba (en los hombros de mi padre), seguía con la mirada la caja de madera cargada por cuatro hombres, cubierta de flores y banderas, custodiada por una multitud vociferante…
¡¡¡SI SEÑOR COMO NO
EL GOBIERNO LO MATÓ!!!!
…..gritaban todos al unísono,
¿ a quién mataron? Pregunte a mi padre
A Bernardo Jaramillo- respondió él
A quien?
Al señor del afiche, el de la ventana de la sala, no te acuerdas?- me dijo
¡Pero cómo¡ si esta mañana parecía tan vivo- pensé ingenuamente-
La marcha continuo su rumbo, mi mirada continuo fija en el ataúd, y por más que intentaba no lograba hacerme una idea del señor sonriente, ahora muerto, mi mente sólo retenía su imagen alegre, su mano extendida y su llamado “venga esa mano país”.
Transitamos unas cuantas cuadras más, la voz enérgica de mi padre entonando las consignas- denuncias- lograron contagiarme y también mi pequeña voz se confundía en el eco melancólico de la multitud. Llegando al sector del batallón Ayacucho, nos hicimos a un lado y la procesión siguió su cauce.
¿ a dónde lo llevan?- pregunte
Al cementerio jardines de la esperanza… ¡¡ah!! La esperanza... La esperanza… la esperanza en un país donde el gobierno asesina a los que desean hacer algo por el pueblo, la esperanza en una ciudad donde los arzobispos aplican el derecho de admisión en sus “inmaculados templos”- exclamaba mi padre en tono de sentencia-.
Al otro día, cuando salía para la escuela, la ventana estaba vacía.
Mucho tiempo después me enteraría de que aquel no fue el único muerto, ni esa la única marcha, de que en aquella campaña presidencial caerían víctimas del terrorismo de estado otros dos dirigentes populares, Jaime Pardo Leal y Carlos Pizarro; y de que por aquellos años la oligarquía más criminal del planeta acabo con la vida de más de cuatro mil miembros de la Unión Patriótica.

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